La noche era cálida y húmeda. El mar rugía a lo lejos, como un eco de lo que sentía por dentro.
No quería pensar.
No quería recordar el sonido de la puerta cerrándose tras Mathis.
Solo quería silencio. O alguien que al menos no me pidiera nada.
Y Luan, como un mal hábito eterno, apareció.
Había llegado sin anunciarse. Como siempre. Sonriendo. Ojos negros, chaqueta de cuero, y ese aire desenfadado de quien nunca ha amado y por eso no sabe el valor de un corazón roto.
—Pensé que podías usar compañía —dijo, apoyado en el marco de la puerta.
—No estoy de humor para juegos, Luan.
—No vine a jugar.
Entró igual. Se sirvió un trago. Se sentó como si le perteneciera el sofá. Como si su cercanía bastara.
—No quiero hablar —dije, sin mirarlo.
—Perfecto —respondió él, acercándose más—. Yo tampoco.
El beso llegó como un golpe.
Lo esquivé.
—No, Elías.
—Vamos, Nara… ¿cuánto tiempo vas a seguir negando lo que somos? Tú y yo… nacimos para esto. Para el fuego. Para la sangre. No para los suspiros de un humano asustado.
—No quiero fuego —dije, con la voz baja y firme—. Quiero paz.
—Entonces estás en el infierno equivocado.
Luan intentó tomarme. Con fuerza. Sin dulzura.
Grave error.
No me moví. Solo levanté una mano. Y de un solo golpe lo lanzé contra la pared.
Luan voló como un muñeco de trapo y cayó al suelo, gruñendo de rabia.
Se incorporó, con los ojos encendidos de furia.
—No vuelvas a tocarme sin permiso —dije, con los colmillos expuestos, el poder ardiendo bajo la piel.
—Te vas a arrepentir —espetó él, con los labios rotos—. Yo te protegí cuando nadie más…
—Y ahora estás sobrando.
Él se fue.
Sin una palabra más.
Sin despedida.
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El silencio volvió. Cortante. Denso.
Hasta que sonó el teléfono.
Lo tomé sin mirar.
—¿¡Qué!? —rugí, aún llena de fuego.
Un silencio al otro lado.
—Creo que es mal momento —respondió una voz. Su voz. Mathis.
Toda la furia se desvaneció como humo.
—Perdón… creí que eras otra persona. Para ti… siempre es buen momento.
—¿Podemos hablar?
—Claro. Estoy… más que lista.
—¿Dónde nos vemos?
—En mi casa —dijo él.
—Mi dirección es…
—Yo sé dónde vives, Mathis.
Silencio.
Y luego, solo una palabra.
—Ok. Nos vemos.
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Colgué el teléfono.
Y por primera vez en días…
sonreí