La puerta se abrió antes de que pudiera tocar.
Mathis estaba ahí, descalzo, con una camiseta sencilla y el cabello aún húmedo. Sus ojos se clavaron en los míos, sin reproche, sin miedo. Solo con esa intensidad que siempre me había desarmado.
—Hola —dije en voz baja.
—Pasa.
Entré. La casa olía a café, a libros, a piel humana y vivida. Me dolía estar allí. Me dolía saber cuánto lo había expuesto… y cuánto deseaba volver a tocarlo.
Nos sentamos en el sofá, en silencio por unos segundos.
—Gracias por venir —dijo él primero.
—Gracias por llamarme.
—Quiero entenderte —añadió, mirándome de frente—. No prometerte nada ahora… solo escucharte.
Asentí. Ya no podía contener nada.
—¿Qué quieres saber?
—Todo lo que no me atreví a preguntar anoche.
—Estoy aquí para eso.
Él respiró hondo. Apoyó los codos en las rodillas. Me miró, serio, pero con los ojos brillantes.
—Estoy loco por ti, Nara. Locamente. Desde antes de saber que eras real, o eterna, o… imposible. Pero hay algo que me carcome por dentro. Tengo veinticinco años. Creí que eras un poco mayor. ¿Unos veintisiete? Treinta, tal vez. Pero tienes siglos… varias vidas. ¿Cómo se supone que eso funcione?
—No lo sé —admití, con honestidad—. Nunca funcionó con nadie más.
—¿Me vas a seguir amando cuando yo sea viejo? —susurró—. Cuando mi cuerpo se caiga a pedazos y tú sigas igual… perfecta.
Sentí que algo dentro de mí se encogía.
—No me digas perfecta. Mi cuerpo no cambia, pero todo lo demás sí. Siento. Amo. Sufro. Y el tiempo pesa… pesa como plomo.
—¿Y no me verás como… menos?
—Nunca. Te veré como el fuego más breve y más real que he tocado en siglos. Y si me amas, como dices… viviré cada día como si pudiera perderte al siguiente. Porque, en tu tiempo, eso es verdad.
Mathis tragó saliva.
—Es injusto. Todo esto. Tú tienes siglos para aprender a vivir con la pérdida. Yo apenas estoy entendiendo lo que es tener algo tan fuerte… y tan fugaz.
Me acerqué. Le tomé la mano.
—Entonces no lo pienses en años. Piénsalo en días. En los que sí tenemos. Porque aunque vivas cien años o uno solo… no quiero ninguno sin ti.
Hubo silencio.
Luego me miró… con la pregunta en los ojos.
—¿Por qué no quieres hacer el amor conmigo?
La pregunta cayó suave. Sin juicio. Solo deseo de saber.
Respiré hondo.
—No es por falta de ganas —confesé, bajando la mirada—. Te deseo más de lo que puedo controlar. Pero para nosotros… los vampiros… el sexo está profundamente ligado a la sangre. Es parte de nuestra biología. Cuando el deseo es intenso… lo natural es morder, beber. Se vuelve una danza entre placer y hambre.
—¿Y temes…?
—Temo no poder detenerme. Temo hacerte daño. Temo perderme en ti.
Mathis se acercó más. Me tomó el rostro entre las manos.
—Confía en mí… como yo estoy aprendiendo a confiar en ti.
—¿Aún me deseas?
—Más que nunca.
—¿Aún me amas?
—Más que nunca.
Nos besamos.
Y esta vez no fue fuga. No fue despedida.
Fue hogar.
Sus labios eran fuego. Su cuerpo, refugio. Me permitió tocarlo con cuidado, con reverencia. Y aunque no cruzamos la línea, aunque el sexo seguía siendo un terreno de riesgo, el amor fue suficiente.
Esa noche dormí abrazada a él.
Y por primera vez en siglos…
no tuve miedo del amanecer.