Nunca había compartido mi casa con nadie.
Al menos, no de esta forma.
Hubo tiempos en los que alojé refugiados, médicos, incluso soldados heridos. Pero nunca abrí este espacio como ahora: como un hogar… y mucho menos, como un nido de amor.
Mathis empezó a quedarse una noche, luego dos, luego ya no se fue.
No fue una decisión formal ni conversada. Solo pasó.
Una tarde lo encontré dejando su cepillo de dientes al lado del mío.
Al día siguiente su libro estaba en mi escritorio.
Y esa noche, sin pedir permiso, usó una de mis toallas favoritas.
Lo observaba en silencio, casi con asombro.
Cómo ocupaba los espacios sin invadirlos.
Cómo dejaba su aroma en las sábanas.
Cómo me hablaba mientras yo me duchaba, como si eso fuera lo más normal del mundo.
Y, para mi sorpresa…
me encantaba.
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Por la mañana, él preparaba café y huevos. Yo bebía mi sangre en copa alta, sentada en la barra de la cocina, escuchándolo hablar sobre sus pacientes, sus ideas para modernizar la pediatría, sus quejas por los horarios de guardia.
—¿Sabes lo que daría por un domingo completo sin llamadas? —se quejaba mientras removía los huevos revueltos.
—¿Sabes lo que daría yo por dormir sin sueños? —le respondía.
Nos reíamos.
Él con su cabello despeinado.
Yo con los pies descalzos y el corazón lleno.
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Por las noches veíamos películas. Me enseñó a amar las comedias románticas, a gritarle a la pantalla en los thrillers, a preparar palomitas sin quemarlas.
Y yo le enseñé a leer poesía antigua, a pronunciar palabras en griego, a silenciar el mundo con una sola mirada.
Hablábamos en voz baja, incluso cuando no era necesario.
Y una noche, mientras él dormía con la cabeza sobre mi pecho, me atreví a cerrar los ojos sin miedo.
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Convivir con él fue también aprender a ceder.
—¿Por qué guardas todos los cuchillos en el mismo cajón? —preguntó una vez.
—¿Por qué no? Todos cortan.
—Esto es caótico. Voy a organizarlo.
—Te atreves y te muerdo —bromeé.
—¿Promesa o amenaza?
Nos miramos.
Y reímos tanto, que olvidé por un segundo que yo no debía reír así.
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Una mañana, lo vi con mi bata puesta, bailando en la cocina mientras cantaba una canción vieja y desafinada.
Pensé en lo que había vivido.
En lo que había perdido.
Y en lo imposible que era todo esto.
Y sin embargo…
ahí estaba.
Él.
Yo.
Y algo tan simple como la posibilidad de quedarnos.
—¿En qué piensas? —me preguntó, notando mi mirada.
—En que si alguien me lo hubiera dicho hace cien años, no lo habría creído.
—¿Lo de que cantar sin saber la letra sería sexy?
—No —dije riendo—. Que alguna vez compartiría mi vida con alguien… sin miedo.
Él vino hacia mí. Me abrazó por la cintura.
Me besó el cuello.
—Entonces prométeme algo.
—Lo que quieras.
—Que cuando pasen los años…
cuando yo tenga arrugas y me duelan las rodillas…
cuando tú sigas perfecta y esto sea solo un recuerdo…
no me dejes dormir solo.
Y con el corazón desbordado, le dije lo único que podía decir:
—Nunca.