Mathis se fue temprano esa mañana.
—Volveré antes del anochecer —me dijo, con un beso en la frente y una sonrisa luminosa.
—¿Buenas noticias?
—Tayka está respondiendo mejor al tratamiento. Hoy haré la valoración final para los nuevos ajustes.
Asentí, feliz por él… y por ella.
Cuando cerró la puerta, la casa quedó en silencio. Un silencio que no me molestaba. Era la primera vez que compartir mi vida no significaba perderla.
Pasé el día entre llamadas, reportes y reuniones virtuales con otras sucursales de la red médica que había construido a lo largo de los años. Había aprendido a mantenerme activa, productiva, invisible cuando era necesario… pero también presente donde más se me necesitaba.
El tiempo pasó rápido.
El sol cayó sobre el mar como un beso lento. El cielo se tiñó de rojo, y yo estaba por darme un baño cuando… lo sentí.
La presencia.
El olor.
La energía antigua.
Luan, otra vez.
—Hola, Nara —dijo, apareciendo en la sala sin ser invitado.
—Te pedí que no vinieras más.
—No vine a obedecer. Vine a advertirte.
—¿A amenazarme?
—A abrirte los ojos —respondió, cruzando los brazos con esa arrogancia inmortal que me irritaba—. Ese humano… Mathis. ¿De verdad crees que te ama? ¿O solo está encantado con la idea de la mujer imposible?
—No es asunto tuyo —dije, conteniéndome—. Lo que tengo con él es real.
—¿Y qué vas a hacer cuando envejezca? ¿Cuando no puedas tocarlo sin romperlo? ¿Cuando lo pierdas?
—Ya aprendí a vivir con la pérdida. Y también a amar sin destruir.
—Eso no es amor, Nara. Es mentira disfrazada de sacrificio.
Antes de que pudiera responder, la puerta se abrió.
Mathis.
Entró con expresión relajada, hasta que vio a Luan en el centro de la sala. Su mirada cambió. Instinto puro.
—¿y este?
—Mathis, no…
—¿Tu novio? —dijo Luan con una sonrisa torcida—. ¿No me vas a presentar?
—Vete —le advertí.
Pero ya era tarde.
Luan se movió con rapidez. Un paso. Dos. Se lanzó hacia Mathis.
Yo me interpuse.
El golpe me dio de lleno.
Volé hacia el otro lado del salón, estrellándome contra la pared. Me levanté de inmediato, los ojos encendidos.
—¡Mathis, sal de aquí! ¡Ahora!
Él me miró, confundido, dolido.
—¿Me estás echando?
—¡No! Te estoy protegiendo. ¡Por favor!
Dudó. Y luego… se fue. La puerta se cerró con rabia contenida.
Me giré hacia Luan.
—¿Estás loco?
—Estoy harto de ver cómo te conviertes en algo débil por culpa de un humano.
—¡Vete! —grité—. No vuelvas a acercarte a él.
Él se acercó con los colmillos apenas visibles.
—No me subestimes, Nara. Si no lo haces tú, lo haré yo. Esa sangre tuya… le pertenece a los nuestros.
—¡No vuelvas a tocarlo! —le advertí con voz baja, letal- te recuerdo que puedo destruirte, aquí y ahora.
Nos quedamos frente a frente. Luego dio media vuelta.
—Te estás cavando tu propia tumba.
Y desapareció.
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Lo busqué.
No por los ojos.
Por el olor.
Por la emoción que dejaba en el aire cuando estaba herido.
Lo encontré en la playa, con los zapatos en la mano, caminando por la orilla como un niño perdido.
—Mathis —dije acercándome lentamente, como quien se acerca a un animal herido—. Gracias por no irte lejos.
Él no me miró de inmediato.
— Estas bien?¿Quién era? Y esta vez quiero la verdad.
—Si estoy bien y su nombre es Luan. Nos conocimos en Brasil… hace casi doscientos años.
Se giró hacia mí, mudo.
Me senté en la arena, lo invité a hacer lo mismo.
—Él y yo éramos… parecidos. Cazábamos juntos. Bebíamos sangre humana. Vivíamos como si el mundo fuera nuestro y todos los demás, juguetes.
—¿Y ahora?
—Ahora eso me repugna. Aprendí. Cambié. Y sé que no puedes borrar el pasado… pero sí puedes elegir el futuro.
Él me miró. Con miedo, sí. Pero también con algo más profundo: confianza construida a través del dolor.
—¿Me lo prometes?
—¿Qué?
—Que nunca volverás a beber sangre humana.
Tomé su mano. La besé.
—Lo juro.
Nos quedamos un rato en silencio, escuchando las olas.
Y entonces, él sonrió.
—¿Quieres nadar?
Lo miré, sorprendida.
—¿Es un reto?
—Tal vez.
Me quité los zapatos. La brisa me despeinó el alma. Lo seguí.
—Soy muy buena nadadora —le advertí.
—Yo soy médico, no pez.
—Entonces prepárate para perder.
Y corrimos al agua.
A la luz de la luna.
Como si el mundo no nos debiera nada.
Como si yo no tuviera siglos, ni pecados.
Solo… amor.