No recuerdo exactamente cómo llegué a casa. Fue por instinto, toda mi atención estaba en Mathis.
Solo recuerdo su cuerpo, inmóvil sobre mis brazos, y el latido frenético —no de mi corazón, que ya no tengo— sino de algo más profundo, más antiguo: el miedo.
Lo acosté sobre mi cama, temblando.
Sus labios estaban manchados de mi sangre. Su piel fría. Sus costillas hundidas. Huesos rotos, órganos colapsados… y aún así, vivía.
Por mí.
Me arrodillé a su lado. Le tomé la mano.
Sus dedos estaban rígidos. Su pulso, errático.
Y entonces…
comenzó.
Primero un espasmo.
Luego otro.
Su cuerpo se arqueó, y soltó un alarido tan agudo que pensé que el cristal de las ventanas se quebraría.
—Mathis… —susurré, con la voz rota—. Estoy aquí. Estoy contigo.
Su columna se estremeció, como si algo dentro de él buscara abrirse paso.
Los huesos empezaron a realinearse. Crujidos húmedos, carne reacomodándose.
Las fracturas sanaban… con un dolor atroz.
Gritaba.
Gritaba como nunca había oído a nadie gritar.
Y yo… no podía hacer nada.
Solo sostener su mano mientras se retorcía.
—Lo siento —lloré, con la frente sobre su pecho—. Perdóname, Mathis.
Perdóname por no llegar antes.
Por amarte demasiado como para dejarte morir.
Sus ojos se abrieron por momentos, nublados, irreconocibles.
Pupilas dilatadas. Venas encendidas.
Sudaba sangre por los poros, como si mi esencia se mezclara con la suya desde dentro.
Y yo lo abracé.
Mientras su cuerpo se rompía una y otra vez para reconstruirse,
mientras su alma ardía en un fuego que yo había encendido,
yo lo abracé.
---
Horas.
Horas escuchando sus gritos. Viendo su cuerpo convulsionar, pelear contra sí mismo.
Sintiendo cada gramo de su sufrimiento como si fuera mío.
Yo, que había sobrevivido guerras, plagas, abandonos.
Yo, que creía haber olvidado cómo se llora.
Lloré por él.
Y entre lágrimas, susurros, y caricias inútiles…
me hice una promesa.
—Si sobrevives…
Si me perdonas por esto…
Juro que no volverás a estar solo nunca más.
---
Al final de la noche, su respiración se hizo más pausada.
Sus gritos cesaron.
Sus dedos apretaron los míos, por fin, con fuerza.
Y aunque sus ojos seguían cerrados, y su alma… aún peleaba,
supe que estaba vivo.
Vivo… pero ya no humano.