El sol ya habia salido.
Habia cerrado las cortinas de la habitación para asegurarme que Mathis estuviera a salvo.
Yo seguía sentada al borde de la cama, con su cabeza sobre mi regazo, mi mano acariciando su cabello húmedo de sudor y sangre.
Aunque él ya no gritaba, su cuerpo seguía vibrando, cambiando… adaptándose.
Escuché el momento exacto en que su corazón, dejó de latir.
Entonces sus ojos se abrieron.
Y por un instante…
no eran suyos.
Negros. Inmensos. Pupilas dilatadas hasta el borde.
El blanco de sus ojos parecía teñido de sombra.
Contuve la respiración.
Su torso se alzó de golpe, como si no pudiera respirar.
—¡Mathis! —susurré, con calma, sin tocarlo aún.
Se giró hacia mí.
Los labios temblorosos.
La mirada frenética.
El hambre, latiendo en su rostro como una cicatriz invisible.
—¿Dónde…? —balbuceó.
—Estás en casa —dije, con la voz más suave que encontré—. Conmigo. Estás a salvo.
—Me duele… —tocó su pecho, el abdomen, la cabeza—. Todo… me quema.
—Lo sé. Lo sé, amor. Es tu cuerpo volviendo a nacer.
Se miró las manos. Estaban más firmes. Las uñas, más afiladas.
El olor a sangre en su lengua lo hizo abrir la boca como si no pudiera contener el vacío en su interior.
—Tengo… tanta hambre —murmuró, con los ojos encendidos—. ¿Qué me pasa?
Me acerqué despacio. Toqué su mejilla.
—Estás transformado. Pero sigues siendo tú. Tu alma sigue aquí, Mathis. Yo la siento.
—¿Qué soy?
—Eres como yo. No por elección. Lo sé. Pero… estás vivo.
Y te juro por todo lo que tengo… que no te dejaré solo.
Se llevó las manos a la cabeza, como si el mundo gritara dentro de él.
—Puedo oírlo todo. Oler… el agua del baño, el hierro de la cama… la sangre que hay… ¿es tuya?
—Sí. Tu cuerpo aún huele lo que te salvó.
Me acerqué más. Tomé su rostro con firmeza.
—Escúchame.
Estás sediento. Es lo primero que vas a sentir.
Pero tú puedes controlarlo. Porque tú no eres como Luan.
Tú no naciste del odio.
Naciste del amor.
Su mirada se suavizó.
La negrura se contrajo lentamente.
El temblor en sus manos cesó.
—¿Me hiciste esto… para salvarme?
Asentí.
—Lo siento. Lo siento tanto… pero no podía verte morir.
Él cerró los ojos. Respiró hondo.
Y cuando los abrió de nuevo…
eran sus ojos.
Los de siempre.
Llenos de amor. De preguntas. Y de miedo.
—¿Y ahora qué soy… para ti?
Le sonreí con lágrimas en los ojos.
—Lo que siempre has sido.
Mi amor.
Mi vida.
Mi igual.
Y entonces, por primera vez desde que todo esto comenzó…
lo abracé sin culpa.
Y él…
me abrazó sin miedo.