Al terminar las clases, no tuve la oportunidad de despedirme de Victoria. Como no compartimos materias, mantenernos en contacto resulta complicado. Así que no me queda más que seguir mi camino a casa, lista para concluir el primer día de mi nuevo cumpleaños.
Mi madre nos prestó la pequeña casa que la familia suele usar en Navidad. Es un lugar acogedor; desde la ventana se alcanzan a ver los huertos, repletos de frutos listos para cosechar. Abro la vieja caja de adornos que usamos cada año: está llena de cintas, luces y temáticas de cumpleaños pasados. Esta vez elijo el rojo, con corazones y flores. Es justo como me siento ahora: llena de emociones, a punto de estallar.
—Madre, ¿de casualidad viste las serpentinas rojas? —le pregunto a mi cómplice número uno en los festejos.
—No, hija —responde—, pero puedo llamar y conseguirlas de inmediato.
Niego con la cabeza. En este momento no hay tiempo para nada más.
No habían pasado más de dos horas cuando todos ya estaban aquí: mis amigos de siempre. Sé que, a nuestra edad, es difícil reunirnos, pero ellos lo lograron… o al menos la mayoría.
El festejo continuó por un buen rato. El pastel de mi abuela, como siempre, lucía perfecto; su aroma llenaba toda la casa. Mi hermana me regaló aquellos pendientes que tanto deseaba: unos colgantes con piedras color rosa, preciosos.
Sin duda, fue el mejor festejo hasta ahora.
Son las diez de la noche. Por fin puedo descansar después del día tan ajetreado que tuve. No éramos muchos en la reunión, lo cual me permitió disfrutar de la compañía de cada uno.
Daniel llegó un poco tarde, como de costumbre, por sus clases de arte. Y sí, es el artista que —según todos esperamos— algún día ganará millones. Rebelarse contra su familia por seguir su pasión no es fácil; debe demostrar que es tan capaz como cualquiera en el mundo artístico. Lo conozco lo suficiente para saber que, tarde o temprano, volverá a cambiar de rumbo: música, cocina, deportes… da igual, mientras el resultado no sea convertirse en presidente de Costas Industries.
Las chicas, en cambio, brillan por su puntualidad. Cada una llegó con sus invitados, amigos o parejas. Yo, la festejada, no tengo por ahora un interés genuino en tener pareja. Lo intenté, no funcionó. Nunca fui de esas que atraen al amor; más bien, parece que todos me ven y deciden huir.
Podría contar con los dedos de una sola mano mis experiencias amorosas. Entre ellas está mi primer y torpe beso, con Daniel, cuando teníamos diez años y jugábamos a las escondidas en mi casa. Fue un momento lleno de nerviosismo: sus labios chocaron con los míos y sentí el estómago revuelto. No sé si fue por las palomitas o por el simple hecho de que un niño me había besado. A esa edad, todo contacto con el género contrario parece más bien un repelente.
Con los años, no niego que su insistencia casi me hizo ceder a un noviazgo cuando cumplimos quince. Pero no era para mí. No soy su tipo, ni él el mío. Siempre lo veré como a un hermano: hay confianza, complicidad, me escucha… pero la pasión y el enamoramiento no son correspondidos. Eso sí, es un chico guapo, no lo niego, tan parecido a ese actor de Teen Wolf. Vaya, sí que lo considero atractivo… aunque, tal vez, solo para alguna buena amiga. O podría llamarse la excepción.
Apagué la luz de la habitación, dispuesta por fin a dormir. El silencio me envolvía, solo interrumpido por el zumbido lejano de las aves nocturnas que cruzaban la arboleda. Cerré los ojos y dejé que el cansancio empezara a pesarme en los párpados, cuando el celular vibró sobre la mesita de noche.
—¿En serio? —murmuré, girando para mirar la pantalla que se iluminaba en la oscuridad.
“Vic llamando…”
Solté un suspiro, entre cansada y divertida. Si alguien podía llamarme a estas horas sin que me molestara, era ella. Dudé un segundo, pero contesté antes de que se cortara.
—¿Sabes qué hora es, Victoria? —dije con voz adormilada.
Su risa sonó al otro lado, ligera, como si el sueño no existiera en su mundo.
—Lo sé, lo sé… pero necesitaba contarte algo. No podía esperar hasta mañana.
Rodé los ojos, aunque una sonrisa se me escapó. Siempre era lo mismo con Vic: impulsiva, intensa, imposible de ignorar.
—Está bien —resoplé, acomodándome entre las sábanas—. Pero esto tiene que ser bueno, o te bloqueo hasta el amanecer.
—Créeme, vale la pena no dormirte todavía.
—¿Se trata de Daniel? —pregunté, medio riendo—. Si me vas a decir que volvió a vomitarse en el auto, no pienso perder el sueño por eso.
Vic soltó una risita nerviosa, pero su tono cambió enseguida.
—No… no es Daniel. Es… otra cosa. Bueno, alguien.
Fruncí el ceño, un poco más despierta.
—¿Alguien?
—Ajá. Es que… —vaciló unos segundos, y pude imaginarla mordiéndose el labio, como siempre que dudaba en decir algo—. Hay un chico nuevo. Llegó hace unas semanas a la ciudad y… bueno, parece que se interesó en ti.
Me quedé en silencio. Una mezcla de sorpresa y risa me subió al pecho.
—¿En mí? —dije al fin—. Vic, sabes que eso no tiene sentido.
—Lo sé —contestó rápido—. Por eso dudaba en decírtelo. No quería que te sintieras incómoda o que pensaras que estoy intentando emparejarte con alguien. Pero él preguntó por ti, Em. Dijo que le parecías… distinta.
“Distinta.” La palabra quedó flotando entre nosotras, como un eco.
Suspiré, mirando el techo.
—Vic, tú sabes que yo no… no estoy buscando nada de eso.
—Sí, lo sé —dijo suavemente—. Pero igual pensé que debías saberlo. A veces las cosas llegan cuando menos las esperas.
Sonreí apenas, cansada.
—O cuando menos las quieres.
Ella rió bajito.
—También puede ser. Bueno, solo quería contarte antes de que alguien más lo hiciera. Y prometo no insistir.
—Gracias, Vic —respondí, sincera—. Eres la única que puede llamarme a medianoche y salirse con la suya.
—Lo sé —dijo entre risas—. Buenas noches, Em.