Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Mary I

 

       Sobre el cántico de susurros de un millar de voces en trance, los robles del bosque se bañaron de luces azul marino y gris plateado, cuando Iloura desató las llamas danzantes del Fuego Fatuo. La pira de hojas y ramas caladas en sangre y hechizos rojos se acomodaba en torno a la plataforma principal en un enorme círculo semicerrado. Los dedos del Fatuo punzaban el aire y siseaban con fervor, allí donde los arreglos de runas se habían colocado celosamente sobre los bloques de piedra de un monumento celta para que su lumbre no devorara todo a su alrededor.

       — Soberbia, certidumbre y cierta satisfacción por morir — comentó Iloura con indudable desconcierto. —. Era un cristiano fuera de lo común.

       Mary Blood mantuvo bien abiertos sus ojos de lapislázuli que salpicaban destellos de luz al pie del cadalso, observando la noche enardecida y manteniendo, para variar, la boca cerrada. Por su parte, a Kairo parecía no sorprenderle la valentía con la que el piadoso había enfrentado la muerte, y mucho menos el mensaje con la que su sangre transmitió sus últimas palabras después de haber perdido la voz y la vida.

       — Un vínculo desesperado entre el miedo y la ignorancia te harán ver las cosas desde otro punto de vista. Pobre imbécil.

       La sangre del hombre que los oteadores habían capturado nutría a las llamas del Fuego Fatuo con las emociones que había sentido segundos antes del aliento final.

       Por lo que sabía, Iloura era ya casi tan diestra como su maestro para interpretar al Fuego Fatuo y controlarlo, pese a que fuera demasiado joven para considerarla una hechicera a plenitud.

       — Escuché que trajo consigo a una mujer de extraños ojos que se hincó de rodillas sin siquiera pedírselo y que habló durante todo el camino como si conociera a sus captores. ¿Dónde estará ahora?

       — Si no compartió las llamas con su esposo, ¿dónde te piensas que está? — La voz de Kairo se inclinaba a la indignación cada vez que su compañera parecía pasar por alto lo obvio, cosa que ocurría a menudo.

       — Vale, así que la llevarán con Azus. No seas tan antipático.

       El murmullo suplicante de los druidas y los prosélitos más entusiastas se alzó junto a sus cuerpos reunidos en el acto de sacrificio a los Tuatha Dé Dannan, hijos de la Diosa Madre Danu, dioses de los celtas. Ante al viento que ululaba con lisura, vestían poco más que pantalones de lino harapiento, mientras sus pieles desnudas se teñían con la tinta escarlata y negra propia de la festividad. Se ordenaban todos alrededor del crómlech, santuario de un pasado distante de piedras medio enterradas en la hierba sobre las que se ejecutaba el ritual. Eran tantos los ojos clavados en el Maestro de Hechiceros que la mayoría de sus rostros de pinturas cadavéricas se perdían en la oscuridad del bosque que el fuego no alcanzaba a abrigar con su manto.

       A espaldas de Mary, la conversación de sus compañeros se prolongaba entre susurros, pese a que les habían ordenado específicamente hacer todo lo contrario.

       — Ojalá no armaran tanto barullo los prosélitos — siguió Iloura. — Si los dranovenses nos descubrieran, serían los últimos en prestar sus armas.

       « En la sangre de un Humano hay un poder como ningún otro. », escuchó decir desde sus adentros a la voz rumorosa de Balaam. Mary acostumbraba callar solo cuando dormía, mas las voces en su interior no lo hacían ni en sueños.

       — Todo necesitamos de los dioses — se molestó Kairo, el único devoto entre la terna. —. Los verdaderos dioses. Además, si algo llegara a ocurrir, Raster y su bandada de inadaptados serían los primeros en saberlo.

       « Te equivocas, idiota — escuchó a Sekhmet enojarse una vez más. Siempre hablaba a gritos entre sus oídos. —. No existe nada tan poderoso como la sangre de un Demogorgón, nada tan poderoso como un hombre convertido en Bestia. »

       — Silencio. — espetó Mary con severidad sin dirigirse a nadie en concreto, y al instante, todas las voces cesaron. Pronto llegaría el momento para consumar la Ceremonia de Inmolación, y Laparc no era maestro que tolerase la profana habladuría en un acto tan sagrado como la festividad de las hogueras de Beltane.

       Velada que marcaba el comienzo del verano, estación de luz, anhelos y revelaciones. Beltane valía para invocar que el escaso ganado no enfermara y que la caza fuera provechosa. Para celebrar la fertilidad y la floración… Y para colmo, Mary había sido obligada a participar cada año desde que llegase a la tribu.

       Encerrada en el círculo de runas sangrientas, el ardor del Fatuo la hacía evocar hilillos de sudor. Las sensaciones no iban más allá a la sofocación y el hedor espantoso que la sangre consumida por las llamas desprendía. Pero así era la magia roja: feroz, corruptiva e imperiosa, digna de cualquier suplicio. Aunque para aquel entonces, beber de la sangre era más un dulce vino que una tortura. Al fin y al cabo, la sangre la había marcado de por vida: era la raíz de sus poderes de Dádiva y la razón de su nombre. Todos en la Horda lo sabían, incluyendo a los dos ineptos que la veían desde atrás, desde un palmo más arriba.

       Todos casi siempre eran, al menos un palmo, más altos que Mary.

       El final se anunció pronto, cuando su maestro les indicó que subieran a la plataforma con un simple movimiento: levantar la cabeza cercenada del hombre dado en sacrificio por encima de la suya. Al momento se escuchó el tañido de los tambores, un ritmo grave y coordinado de docenas de manos, acompañado por los cánticos de los prosélitos, quienes habían cesado de implorar favores a sus dioses, para unirse a una estrepitosa danza tribal de mil almas.




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