Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Grace I

     Los trazados del cuadro que pintaba eran finos; los colores, muy vivos, con una inmensidad de tonalidades diferentes que contrastaban de forma brusca entre sí. Las montañas nevadas se retrataban colosales a un costado, bajo un sublime cielo que resplandecía, dorado y escarlata por el crepúsculo. Un gigantesco campo de hierbas onduladas se avivaba por el furor de la batalla que residía sobre ellas. Las armaduras de cada caballero y de las monturas eran por completo discordantes, constituidas en su mayoría por oro, rubíes, platino y esmeralda. Más de cuarenta jinetes con lanzas y espadas de diamante negro en manos firmes, se encontraban magníficamente detallados.

       En la cúspide de su arrebato de inspiración, Grace pincelaba con una rapidez y precisión prodigiosa. Cada trazo era perfecto e inigualable. Su hermano comandaba al ejército, luchando a la vanguardia, mientras defendía con vigor a todos sus compañeros a lomos de un encabritado e imponente corcel bayo. El lustre de su armadura de oro rivalizaba con los destellos radiantes de luz del sol poniente.

       Su delirio artístico había sido detonado gracias a un extraño sueño que tuviera a la hora de la siesta. El repentino estallido de inspiración la había hecho saltar a trompicones de la cama, y correr directo hacia el caballete de madera de su habitación.  

       Al dar el último toque a la armadura dorada de Valysar, retrocedió unos pasos, maravillada, boquiabierta, para contemplar toda su creación desde una distancia ideal.

       El vestido de seda verde lima con el que se había quedado dormida exhibía manchones de pintura por todos lados, y su cabello castaño de alguna forma padecía de los mismos descuidos. Estaba segura de que su madre le reprocharía aquello, pero no importaba. Dos horas atrás, el cuadro delante de ella no era más que un simple lienzo en blanco, y ahora se había convertido en una auténtica obra de arte.

       La naturalidad con la que con tan solo nueve años Grace era capaz de plasmar sus sueños en lienzo era milagrosa. O algo así, solía decir su padre a sus amigos, todo ufano, todo orgulloso.

       — ¡Grace, cariño! ¡Ven aquí! — escuchó decir a su madre desde el piso de abajo.

       Su mente, antes ocupada en juzgar con sumo cuidado cada fragmento de la pintura, se nubló, y de pronto, fue incluso más feliz. No llegó a atender las últimas palabras que Elizabeth pronunció, pero sabía muy bien que significaba todo aquello. Aquel era el día.

       — Están aquí ¡Ya están aquí! — vociferó dibujando en su rostro una sonrisa extraordinaria.

       Ilusionada y desbordante, arrojó el pincel y la paleta hacia algún lugar del desordenado cúmulo de cuadros y esbozos que era su habitación. No supo exactamente a dónde. Salió a toda prisa por la puerta, y bajó las escaleras de dos en dos peldaños, rozando el pasamano de roble con la palma, solo por si acaso. Saltó el último par de escalones, y aterrizó en el suelo con delicadeza. Con pies desnudos, cruzó los pasillos de la mansión y evadió, veloz, a las criadas.

       Las paredes se encontraban repletas de cuadros, en su mayoría retratos familiares, que había pintado mucho tiempo atrás. El primero de ellos era una campechana pintura de su padre volando a lomos de un pegaso blanco: una majestuosa criatura de ensueño, según decían. Fue su animal favorito desde el primer instante en que Connor le hubo contado sobre su existencia.

       O más bien, acerca de su actual inexistencia. 

       Jadeante, llegó rápidamente a la sala principal en busca de su amado padre.

        — ¡Padre! — gritó al cruzar la puerta doble.

       Miró en todas direcciones en una búsqueda desesperada, pero él no se encontraba allí. Su madre se hallaba al fondo, sentada en un diván emplumado, tejiendo un bulto de algodón azul que posiblemente pretendiera ser una bufanda. Era la única persona en la estancia además de Grace.

       — ¿Dónde está papá? — inquirió en un tono de desilusión insondable. — ¿Y dónde está Connor?  

       Elizabeth se percató de inmediato de los manchones de pintura multicolor en sus sedas y en su despeinada cabellera, pero no fue capaz de emitir regaño alguno cuando notó que la sonrisa se le había desvanecido.

       — Ven, querida. — Se mordió el labio, y con mucha pena le tendió una mano.   

       — Ha vuelto a su suceder — Grace sintió que se le hacía un nudo en el pecho. Se tendió sobre el fino mueble, y se acurrucó contra uno de los cojines. Estaba muy exhausta como para volverse hacia su habitación. Su vigor y júbilo habían desaparecido repentinamente. —. Ya han pasado cuatro meses. ¿Cuándo volverán?

       Elizabeth le besó la frente, y le apartó los mechones de cabello que le habían cubierto un lado del rostro.

       Cada vez que preguntaba aquello, recibía la misma sucinta respuesta: «Volverán muy pronto, linda. No tienes por qué preocuparte». Grace advirtió con extrañeza que en esta ocasión no obtuvo ni siquiera aquellas lacónicas palabras dulces. Esta vez solo hubo silencio. Alzó la vista, escudriñando el rostro de su madre, y descubrió que se esforzaba por ocultar una sonrisa tras una de sus manos. Y de un momento a otro, Elizabeth dibujó un gesto de felicidad impecable en su delicada tez, bajo aquellos ojos añiles que la observaron con ternura.




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