Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Valysar I

       — ¿A dónde vas con esa armadura, Falso Caballero? — Fue el título que Imran el Dispar le obsequió, con gritos desdeñosos, cuando advirtió a Valysar entre una multitud de la caballería que trotaba hacia el rastrillo del Gran Portón del Oeste. Y rápidamente sus compañeros de infantería le siguieron la broma con risas exageradas y demás apodos de la índole.

       Valysar no se molestó en brindarle su mínima aversión o miramiento. Y sin apenas empeño, hizo oídos sordos a aquellos enfáticos charlatanes y pasó de largo.

       Imran el Dispar era uno de esos sujetos que hablaban mucho sin decir nada realmente. Con palabras tan ruines como su aliento. Padecía de escasa disciplina y un talento innato para los insultos, pero mucho más aborrecible era su desfachatez. Su silueta la recordaba bien de enfrenamientos pasados. Era velludo, robusto y de nariz chata. Sin embargo, lo que lo hizo penitente de semejante apodo eran sus ojos, cada uno de un color distinto; el derecho de un tono amatista turbio y el izquierdo de un castaño muy claro; además de solo conservar la mitad de la oreja derecha como castigo de una apuesta de taberna.

       — Valysar — llamó el caballero al que servía, ser Andrew Broadbent, cuando hubieron aminorado el paso de sus monturas. —, a menudo los hombres cuyas vidas han malgastado en actos insignificantes, buscaran desesperadamente ser reconocido de algún modo. Y en lo que a esto respecta, aquel desdichado aspiró a fastidiar con sus agravios, vuestro mérito y distinción a manera de desviar los ojos de sus propias frustraciones.

       Ser Andrew era un noble bastante afable y locuaz. Con un rostro desabrido y marcialmente severo que anunciaba al mundo la postura de un caballero completamente distinto.

       « Ya lo sé. »

       — Lo recordaré — habló cortésmente. —. Agradezco vuestras palabras, ser.

       Poco le había interesado lo que Imran tuviera para decir. Y cierto era que la enseñanza que el caballero había tratado de ofrecerle resultó con creces más agraviante. Naturalmente era su trabajo darle lecciones. Pero sobrevenía que Valysar ya había aprendido todo lo que ser Andrew quería enseñarle en términos del código de caballería. Después de todo, había sido el escudero de la mejor espada de Dranova durante ocho trabajosos años, y ser Vyler lo había instruido en todo lo demás. Su padre, quien provenía de un largo linaje de caballeros consagrados, lo hacía llevar la destreza y la conducta de un caballero en la sangre.

       Apretó la mandíbula para ahogar el suspiro de cansancio que amenazaba con traicionarlo. A pesar de que fuera considerado ya un hombre, aún había quién se aventuraba a proporcionarle sabiduría para impúberes, como si él fuese alguna clase de zoquete.

       « Marcho a la batalla junto a un ejército de más de nueve mil hombres contra la mayor tribu de salvajes que ha existido, e incluso así insisten en… Espera — dijo la voz de la razón al final. —. Está bien. Será apenas tu primera batalla. Eres un hombre, sí, pero todavía un novato. »

       Al igual que su padre, jamás osaría con afrentar a un caballero de buenas intenciones por ninguna razón.

       El cielo abierto le recordó al color de los ojos de su madre. Y de inmediato a la memoria también irrumpió su mirada y el miedo que vio en ella, cuando le confesó que iría a la guerra. Y aunque de Elizabeth había heredado aquellos irises añiles que podía atisbar en el reflejo de su reluciente avambrazo, el resto de él, solía decir su madre, era la viva imagen de ser Vyler en su juventud. Aun cuando su semblante se hallase invadido por una semipoblada y bien recortada barba que a la fuerza se había permitido para aparentar más años.

       A lo sumo parecido a ser Vyler, se animaba a pensar. A la edad de Valysar, su padre había dejado ya de ser un escudero y salvado vidas al servicio de la Compañía Caballeresca de Escoltas.

       Cuando el centenar de señores, acompañados de cerca por sus jinetes escuderos, hubo atravesado el rastrillo del Gran Portón del Oeste, las planicies se extendieron como un océano de hierba ondulante. Al norte, se encontraban dispuestas hileras tras hileras de piqueros, infantes con espada y arqueros de largo alcance, mientras al sur la caballería pesada y ligera se iba organizando en una formación muy similar. Todos ellos concediendo sus espaldas a los muros coronados de la ciudad, y vislumbrado con sometimiento, la enorme y rudimentaria plataforma de madera elevada varios metros ante la numerosa colectividad de las legiones.

       Una sucesión de portaestandartes con el Dragón Blanco de la Flor de Lis les resguardó el paso a los caballeros, preparados a cada lado, como un firme y solemne pasaje de alabardas y blasones ondeantes.

       Tras la extendida ovación a través del Camino del Oeste, la marcha a paso triunfal hacia las vistas del ejército de su patria y el perpetuo acompañamiento de los tambores de guerra, su voluntad se había insuflado de una amalgama de nervios, éxtasis y vigor sin precedentes. Era todo con lo que había ambicionado hasta entonces; una oportunidad para alcanzar la gloria.

       Tiró de las riendas, y el caballo se posicionó a paso parsimonioso junto a una de las hileras más cercanas al cadalso. Las placas de hierro de los caballeros a su alrededor lucían diseños y ornamentas que diferían de sobremanera. No obstante, las gualdrapas a cuadro de sus monturas exhibían únicamente los tonos de blanco nieve y verde esmeralda bajo la solemne insignia del reino de Dranova.




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