Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Alice II

       A primera luz del alba, el tinte violáceo en el cielo tendió su bello manto sobre la Torre de Aguamiel. Sin embargo, Lydia, su rolliza doncella, como de costumbre, no se atrevió a robarle el sueño hasta que los rayos de luz dorada se hubieron asomado por los ventanales, y comenzaran a bañar a cada una de las piedras preciosas que exhibía en sus aposentos. La muchacha la ayudó a ataviarse con sedas sencillas y una diadema de platino con amatistas relucientes incrustadas. Con manos diestras le cepilló los cabellos de castaño miel hasta dejarlos tan lisos como los suyos. Y cuando finalmente hubo terminado de atender a su Reina, la acompañó hasta su destino sin musitar una sola palabra.

       El patio principal se encontraba atestado, si bien era todavía temprano en la mañana, por resoplidos de caballos somnolientos, por órdenes guturales de mando de algunos hombres y el siseo de sus pisadas metálicas. Los criados también recorrían el lugar con brazos atiborrados de baúles, sacos de provisiones y algún que otro regalo hasta la eminencia del gigantesco carruaje bermellón en el que había arribado la Duquesa hacía dos semanas.

       — Con algo de suerte no tendremos que esperar tantos años para la próxima ocasión. — Diane Liongborth se volvió hacia Alice, con una sonrisa reluciente en los labios y una venda de color blanco embellecida con bordes de oro sobre los ojos.

       — Despedíos de vuestra tía. — ordenó a sus hijos con el tono dulce y a la vez inflexible que solía emplear con ellos.

       De mala gana, solo un tanto, a decir verdad, el príncipe Richard rodeó con sus brazos a Diane por unos segundos, y luego se retiró sin agregar más que la sucinta cortesía que se esperaba de él. Pero con Elliot y su candor inagotable todo resultó muy distinto. La Duquesa se acuclilló para ponerse a su altura, y el pequeño se abalanzó sobre ella. La apretujó durante tanto tiempo, que Diane resolvió erguirse entre carcajadas de júbilo, mientras su hijo seguía aferrado a su cuello con la capa lila y el cabello largo de almíbar ondeando al viento.

       — Ya no te doy tanto miedo, ¿o sí, pequeño Príncipe? — rio cuando lo hubo depositado en el suelo con cuidado.

       — No, ya no tanto.

       En un primer momento, Elliot casi había echado a correr de inmenso miedo al vislumbrar aquellos ojos blancuzcos que se posaban sobre él. Indiscreto como cualquier niño, había contado abiertamente a todo mundo que su tía le había causado pesadillas la primera noche después de su llegada. Aunque apenas hicieron falta un par de días para que el temor se convirtiera en un inocente recelo, y más tarde, en un afecto impresionante. En defensa de Diane, Elliot era realmente cándido y asustadizo, aún para su edad.

       — Me alegra escuchar eso. — Diane le obsequió una última sonrisa. Le tanteó el rostro con dedos gráciles, y le regaló un beso en la mejilla. El Príncipe se ruborizó, y bajó la vista hacia sus zapatos.

       — Diane, tu escolta no es demasiado numerosa. — señaló Alice con un tono azorado que dejó en evidencia su preocupación.

       — ¿Cien espadas no son suficientes para que una mujer ciega no pierda el camino a casa, Alteza? — Siempre era toda sonrisas.

       — Sabes que no me refería a eso. — Para la tirria y paranoia de Alice ni mil espadas serían suficientes.

       — El Camino de los Peregrinos es muy seguro — añadió el Richard. —. La Corte se ha encargo durante años de que los bandidos sean un problema del ayer.

       « Justo eso. La Corte. »

       — Ya veis — afirmó la Duquesa. —. Además, son los mismos cien hombres con los que llegué en primer lugar. Todo saldrá bien — Y al canto de «Margott», con voz amable aclamó por su doncella, y en cosa de unos segundos, esta apareció entre un cuantioso grupo aproximándose con el vestido amplio recogido para ayudarse a trotar. Cuando llegó, hizo una profunda reverencia ante la Reina, y se ofreció a ayudar a Diane. — Ha sido un placer haber venido, Alteza — siguió al aceptar el brazo de su dama de compañía.

       — Ya lo hemos discutido. Puedes quedarte tanto como desees. — Alice hablaba de forma ordinaria y con cierto deje acongojado. No consentía del todo que su prima partiese tan pronto.

       — Y os estoy inmensamente agradecida, pero al igual que vos tengo una familia de la cual cuidar. Y otros asuntos importantes de los que ocuparme. Necesitaba un respiro de mi castillo, y lo he conseguido —. Hizo una ligera reverencia, dio media vuelta, y se dejó guiar hacia su carruaje. —. Espero veros pronto, Alteza.

       « Siempre con la misma broma ». Aun cuando había sabido reírse en más de una oportunidad, no estaba de humor para que surgiese de ella otro gesto que no fuera el de torcer la boca de considerable decepción.

       Mientras Alice observaba resignada como su prima, su mejor amiga de la infancia, se alejaba un poco más con cada paso, Elliot se sacó de encima las manos de su madre que descansaban sobre sus hombros, y echó a correr descorazonadamente.

       — Tía Duquesa, no te vayas. Por favor. — Salió de su boca una súplica casi como un llanto, y la tironeó del vestido.

       Diane se volvió con gesto conmovido.

       — No te preocupes, pequeño Príncipe. Tengo el presentimiento de que esta no será la última vez.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.