I – Leonor
El festín en nombre de lord Thomas y ser Vyler Maine se había celebrado hacía unas horas en el Salón de Banquetes. Por desgracia, el capitán de guardias durante la expedición del Intendente Mayor se hallaba ausente. Había mostrado su arrepentimiento de no poder presentarse con una carta. Según leyó, se había sentido indispuesto del estómago desde que arribara a la Capital. Mala suerte para el caballero.
Los doce comensales que lo acompañaban tuvieron el placer de degustar una riquísima selección de vinos veraniegos antes de pasar a la comida.
En la mesa central se servían una inmensidad de platillos diferentes. Para Leonor, no existían distinciones entre platillos principales, entremeses, postres ni nada que se le pareciera. Al fin y al cabo, todo entraba de la misma forma. Y mientras le echaba los dientes a un trozo de pan de ácimo untado con mermelada de fresas, arrugó la frente en un esfuerzo por recordar todo lo que había comido.
« Un crujiente pavo con relleno de verduras, un par de manzanas acaramelas, un guiso de calabaza, cebada y cerdo; queso frito con trocitos de jamón ahumado; unas cuantos píncheles de frutas, para mantenerse ligero. Todo bien acompañado de hidromiel y sidra. »
Se sorprendía a veces de cuánto podía tragar sin que engordase una onza.
Apenas se dignaba a dirigir la palabra a los invitados y hacer oídos a sus conversaciones, dedicado con esmero a los sabores que le azotaban el paladar. Todo su mundo de alegrías giraba en torno al dulce, el salado, el agrio y el picante de cada comida.
Y más tarde, se entretuvo mordisqueando con delicadeza una pechuga de pollo.
— Qué bueno es ser el Rey.
Entre Edward y Ashton, comenzaron a servir manjares a base de maíz, café, plátano, caña y otros tantos nombres de los cuales poco había oído hablar.
Por lo que se rumoreaba, hacía cosa de un año, un marinero barmano y su tripulación habían vuelto de una travesía, trayendo consigo un cargamento de exóticas comidas, artesanías y la promesa de una tierra nueva y rica al oeste del Continente del Ocaso. Se habían perdido en alta mar, pero el rumbo incierto los arrastró a encontrarse por error con una «isla», que luego resultó era una región vastísima, habitada por hombres y mujeres de piel de bronce. Este hecho había causado gran revuelo y escepticismo, pero entonces varias de aquellas reliquias allende a Dranova yacían a su mesa, listas para que fueran paladeadas.
Recordó entre risas que, en cierta ocasión, el Arzobispo Headmund, quien ya no asistía a los banquetes con tanta regularidad, se levantó con la cara roja de indignación en medio de una cena, para darle uno de sus acostumbrados sermones.
— Majestad, me siento obligado a deciros que antes de jurar mis servicios a la Corona, lo hice ante la Casa de Dios. La Fe debe estar por encima de todo. Es preciso que, aún ante todos los presentes, humildemente deba advertiros que lo que hacéis… Vuestra voracidad insaciable… Es una terrible gula. Un pecado capital, os recuerdo.
— Tranquilizaos, Alexander — Leonor levantó una mano con la voz y la razón un tanto comprometidas por la bebida. — ¿Cómo puede ser esto gula, si siempre tengo hambre? Además, Dios me hizo así, yo solo obedezco su voluntad. — Su propia carcajada sumada a las de sus compañeros de copas, provocó ecos en las paredes iluminadas por cien candelabros.
De un momento a otro, entre tanto los criados se deshacían de la vajilla y acomodaban un siguiente platillo sobre los manteles, su consejero carraspeó e hizo sonar la porcelana con un tenedor, anunciándoles a los comensales un nuevo brindis. Con un rápido gesto de mano del Rey, los violinistas y arpistas aliviaron su vivaz tonada.
— Majestad, señores — En su siempre sosegado rostro se exhibía una sonrisa de labios apretados. —. A pesar de que lord Thomas sea el invitado de honor de este banquete, quisiera agradeceros a todos por haberme permitido servir a vuestro lado durante tantos años. Han pasado muchos. Pero nunca es tarde para sentirse agradecido — Alzó su copa, y los comensales lo imitaron. —. En fin, qué este brindis sea por vosotros, la Corte del Rey. Por el reino. Y en especial por mí querido Rey. Una nueva y maravillosa era se cernirá pronto sobre esta nación, gracias a cada hombre sentado en esta mesa. Disfrutad lo que resta de la cena.
II – Konash
Konash reía de angustia, recostado al pie de su cama, al no poder asomarse a la ventana a gritar a los cuatro vientos del baluarte. Rompecorazones yacía sobre su regazo y la armadura platinada, lo más lejos posible, esparcida sobre el suelo de la habitación.
«El Arrogante» comenzaron a llamarlo, nobles y plebeyos por igual, aquel día en que fue ungido con el título de caballero. Naturalmente siempre había pecado de arrogante. ¿Y cómo no hacerlo cuando nadie en todo el reino había sido capaz de desmontarlo en una justa, ganarle en combate singular o siquiera darle juego en batalla? Todo el que alguna vez fue tan valiente o tan estúpido como para plantarle cara en un verdadero duelo no era entonces más que comida para los gusanos.
El orgullo de quien fuera el más grande caballero no le cabía en el pecho; era un monstruo imparable al que llevaba alimentado durante treinta años. Todo este tiempo lo había empleado en distinguirse entre los demás hombres, en sucederse mejor que ellos en cada aspecto de importancia. Aunque no tuviera el sentido del deber enfermizo y la servidumbre de su hermano, que siempre había sabido reprochárselo, Konash siempre había sido más que él; y siempre él lo había tratado de menos.