Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Mary II

Gloria in excelsis Deo

La gigantesca estructura de la catedral de Saint Agora se engrandecía aún más a sus flancos con aquellos dos altísimos brazos acabados en pináculos coronados por la oscuridad del cielo; lejos de cualquier fuego o luz terrenal.

A su orden, diez de sus Interfectos más corpulentos se turnaron en dos equipos, para destrozar las puertas con sus hachas de mango largo. En un vaivén coordinado de golpes fuertes y precisos, las astillas fueron saltando a cántaros. Cuando las hendiduras en la madera se volvieron tan profundas que permitieron ver a través, un puñado de soldados de la Horda que sí respiraba arremetió con sus hombros y piernas, a modo de arietes humanos. Una, dos, tres… Perdió la cuenta de los enérgicos asaltos. Su Guardia de Interfectos de veinte hombres guardó el acero y el bronce de sus armas, y ayudó a los demás hombres comandados por Kurt a derribar las puertas.

« ¿Dónde está el Ariete cuando lo necesitas? » Se impacientó con unas ansias incontrolables que hacían temblar sus manos.

Un momento antes de que las puertas cedieran al furor demente de la Horda de las Bestias, se detuvo a pensar en lo que estaba por suceder. ¿Cuántos años había esperado por lo que venía? La impaciencia la obligó a avanzar, y casi como si hubiese sido obra de un golpe de gracia, cuando rozó la madera con sus dedos, esta terminó por resquebrajarse con un súbito quejido. Y las puertas del Cielo sucumbieron a sus pies. Bile, uno de los pocos prosélitos que se levantaba en armas, fue el primero en adentrarse a la Casa del Señor a punta de blasfemias y rugidos. Y en breves, Kurt y sus soldados siguieron sus pasos. La terna de hechiceros de sangre apretó el paso poco después, pero ni los Interfectos les ganaban la carrera a los hombres vivos.

« No — le susurró Balaam. —. Ellos son nuestros. »

— ¡Deténganse ahora! — gritó Mary, mientras corría entre las hileras de butacas de la catedral. — ¡Todos ellos son míos!

A sus costados, Kairo e Iloura se apresuraron a desplegar sus brazos en dirección a ellos y dictar sus hechizos sin mediar palabra:

Rigor In Extremis

» De inmediato, cuatro hombres en la caterva de soldados se toparon con la magia roja que sometía sus cuerpos, y con vigorosos espasmos cayeron de bruces al suelo de mármol, haciendo trastabillar a quienes venían detrás.

Habían dejado de considerárseles aprendices hacía poco, pero sabían cómo llevar a cabo una maniobra tan sencilla.

En cuanto los Interfectos de Mary, uno de los más recientes y fuertes alcanzó a Kurt, lo cogió por un hombro, y lo obligó a detenerse. Un segundo, hizo lo propio con Bile. Cuando la prisa de ambos cabecillas hubo caído en represión, el resto se volvió con gesto importunado hacia los guardias de la ciudad que Mary recién había matado y puesto bajo su don de Dádiva.

— ¿¡Qué significa esto!? — Bile se sacudió para librarse las manos del Interfecto. — ¡Hechicera! ¡Blood!

Los ecos de las campanas retumbaban en las paredes y zumbaban sus oídos.

Kurt empuñó un estilete y no dudó en clavárselo en la frente a su captor, sin musitar alguna palabra coherente. Había olvidado que se trataba de un hombre muerto, cuyo rostro se tiñó de una miasma espesa negra rojiza tan pronto como retiraba el arma de un par de tirones. En seguida, repitió la acción en idéntico orden. El guardia de la ciudad le sostenía sus expresiones inmutables y vacías.

— ¡Nunca me han tomado en serio! — les gritó Mary a todo el que la había dejado atrás. Apartó a cada hermano de la Horda que se encontró para abrirse paso. — ¡Pero más vale que lo empiecen hacer ahora! — Cuando se halló en medio de todos, su Guardia de Interfectos empujó a los vivos para que retrocediesen. — ¡Azus me prometió la vida de estos hombres! ¡A mí y solo a mí!

Tras morir el grito de histeria, se escuchó el final de una oración enfática al fondo de la enorme sala. Todos los seguidores de Kurt y Bile voltearon a ver por un instante.

Sancta Maria Mater Dei ora pro nobis peccatoribus nunc et in hora mortis nostræ.

— No eres la única que tienes cuentas pendientes — le espetó Kurt batallando para tragarse la rabia. —. Con estos infieles y con su dios calado en una puta cruz.

Voces enfurecidas se sumaron en apoyo, una tras otra hasta convertirse en incontables. El número de hombres que la desafiaban duplicaba al de su guardia, pero Kairo e Iloura, sus compañeros de hechizos rojos, siempre yacían a su lado.

Ceñidos a su brazo derecho, dos brazaletes de bronce, cada uno formados por ocho cuerdas entorchadas, pregonaba el rango militar de Mary Blood. Kurt, con tres de plata, en instancias normales tendría que liderar el pelotón, pero el viento sopló en su contra la noche en que puso en duda las decisiones de su Rey. Así que el can enfrentaba entonces su castigo.

— ¡Ninguno tiene más razones para estar aquí que yo! — A pesar de esto, para evitar una reyerta hizo que liberaran a los cabecillas con una orden muda.

Tan pronto como hubo quedado libre, Bile, de un brazalete de plata y dos de bronce, y por tanto también de mayor jerarquía, apretó la empuñadura de su espada, y observó con ojos sentenciosos a Mary. Sin embargo, Kairo dio un paso al frente, y se posicionó entre ambos, rápido como una gacela de piel atezada por el sol.




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