Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Connor V

Carpe diem

Hacía de todo sentado sobre su corcel, menos aprovechar el día. Cabalgaban hacia el oeste sin rumbo fijo. La reina Alice solo había dejado en claro lo mucho que quería alejarse de la ciudad y de cualquier pueblucho o villa, pero Connor no había oído de ella nada respecto al destino. Si no fuera por los ocho hombres de armadura platinada que la resguardaban en formación a cuadro, no habría sabido decir si se trataba de su Reina. Así como un sinnúmero de otros plebeyos, jamás la había visto ni a ella ni a sus hijos.

Llegado el amanecer, se había hecho ya destrozos en la mandíbula tratando de contener sus gritos. Le dolía la cabeza, las costillas magulladas, las manos de tanto comprimirlas contra las riendas, pero nada dolía más que el alma. La carga de cumplir con una promesa era aún más pesada sobre hombros caídos y aporreados por la contienda. Debía protegerla, y falló horriblemente en su primer intento.

— La brecha entre vuestros cabellos, aseguraos de mantenerla limpia — le había dicho hacía horas ser Covan Thompson. —. Sois joven y resistente, la herida sanará por sí sola.

« ¿Y qué hay de las demás, ser? ¿Qué sucederá con las que llevo dentro? Intenté salvar a siete personas. Tres resultaron muertas, y hasta donde sé, lo más probable es que otras tres las acompañen a la tumba. » La noticia sobre la muerte de Abel le había llegado de manos de Jerome Callaghan, el hombre que hubo salvado su vida. « Fui débil. Me desmayé, cuando debí seguir luchando. » No conoció de él más que su nombre, pero la culpa persistía dentro.

El niño ya no sufriría. Pero ni esta realidad le ofrecía consuelo. A fin de cuentas, había formas más gratas de alejarse del dolor que abandonar la propia existencia a un pasado. Crecer hasta no sentir los golpes era apenas un ejemplo.

Atenea Pryce era otra fuente de inquietud. Las veces en las que había cruzado miradas con ella, lo poco que había mostrado era un deseo intenso de leer su mente.

« Sabe que fui yo, maldición. ¿Se preguntará por qué o cómo lo hice? » Había sido la última persona en ver con vida a Aloy. Al igual que su hija, tenía unos ojos inmensamente radiantes. Y de un segundo a otro, no hubo más que oscuridad en su mirada. Connor sostenía la idea de que aquel hombre que había sido seccionado por el espadón del Ariete se trataba del padre de Atenea. Tenía sus dudas, pero no deseaba entablar conversación con nadie más que no fuese su conciencia.

Hubo un instante en el que mientras la luz cenicienta del alba se asomaba entre la espesura, vio de soslayo como ella le mantenía la mirada. La yegua a la que Atenea y Jerome montaban yacía andando a su derecha. Le devolvió la mirada, y advirtió en ella un cúmulo de emociones de las cuales solo reconoció el desconsuelo, la desesperación y la impotencia. Mismas que él vestía bajo un débil velo de formalidad.

« Al menos logré salvarla — se dijo al volver la vista al frente. —. Está viva gracias a mí. Y yo estoy vivo gracias a Jerome. »

La terna de plebeyos permanecía fuera de la formación y muy bien vigilada por el remanente de la Guardia de la Realeza. De todos los presentes quizás, ser Covan y el Caballero Artesano eran los únicos que no hacían declaración abierta de su recelo. El primero de ellos había abogado por la lealtad de Connor, y él, a su vez, lo había hecho por Atenea, aunque no la conociese. Hacia el final, todo se reducía a una cadena de favores.

Se había pasado la mañana tan gris como el cielo sobre su cabeza, sin musitar una palabra en horas. No levantaba la vista sino para velar por la seguridad de la Realeza. Había jurado solemnemente proteger las vidas de los Liongborth y más aún la soberanía del reino. Se preguntó entonces, si en ello también fallaría.

Por si fuera poco, aunque viviera inmerso en un silencio interrumpido únicamente por el marchar de los caballos, las campanas de la ciudad seguían sonando entre sus oídos. Los relinchidos desesperados de Wyke lo llamaban para que se pusiese en pie. El recuerdo eterno de su vergonzosa derrota.

« ¿Qué estarás haciendo ahora? Quiero pensar que sigues viva, escondida en algún lugar junto a tu madre y padre. Todos a salvo. Nunca me ha gustado ese brillo de terror en tus ojos, pequeña Grace. Espero que no comparta lugar en tu mirada con la decepción que debes sentir. »

Por momentos como aquellos, por pesares y miedos inenarrables, las personas tenían dioses a los que conferir sus lamentos y buscar alivio. Connor no había tenido ningún otro dios después de renunciar de manera silenciosa al de los cristianos.

Naturalmente el recuerdo de los Maine lo condujo a Valysar.

« La hueste de ser Logan Guiscard. », la conmoción resultó tan violenta que Wyke se detuvo de lleno al percibirla. El caballo había estado andando con la cerviz caída, sintiendo toda su pena, pero tan pronto como a Connor se le aceleró el pulso, situó el cuello en alto, después resopló de contento y agitó las crines doradas. Había imaginado un millón de posibilidades durante la noche y ninguna era tan favorable como aquella tan absurdamente evidente. Despojado de todo malestar, las emociones cogieron el timón de su propia voz.

— Alteza — se escuchó decir. De inmediato, todas las cabezas se volvieron hacia él, aquellas recubiertas por yelmos de viseras alzadas y aquellas que no. —, ¿hacia dónde nos dirigimos?

La escolta se detuvo un par de pasos más allá. Ser James Aulsebrook fue el primero en dar vuelta a su montura y echar mano a la empuñadura de la espada.




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