Todo había resultado en silencio y oscuridad durante no supo cuánto tiempo.
Una tenue y lejana voz despertó la primera sensación que le hizo darse cuenta de que estaba aún con vida. Poco después, un marcado olor a pasto y a madera se ganó su atención. Unas manos espantosamente firmes le aprensaban sus muñecas que ardían de incomodidad. Todos sus sentidos iban y venían en un bamboleo constante entre la inconciencia y una ligera lucidez.
Meneó la cabeza a un lado y un latigazo de dolor le azotó el cuello. No conseguía ver nada más a su alrededor que manchas borrosas sobre un lienzo bañado en penumbra. Mientras luchaba por encontrarse a sí misma en medio de tanta confusión, no oyó otro sonido que no fuera el ulular del viento y el crujido de las hojas. La pequeña silueta de una lechuza blanca descansado sobre una rama, observándola con sus ojos saltones, fue la primera imagen en dar la bienvenida a su vista azorada.
« ¿Qué es esto? ¿Qué es este lugar? » Sentía que la cabeza le palpitaba con dolor agudo. Intentó llevarse una mano al rostro, y descubrió una verdad que le erizó la piel. Yacía sentada a las faldas de un árbol, con ambas manos atadas a la espalda, y el rostro salpicado por gotas de agua que le agobiaban los ojos.
« La Daga de mi madre. ¿Dónde está? ». Se retorció angustiada entre quejidos para tratar de liberarse, pero todo intento resultó en vano. Un pellejo de agua descorchado se hallaba entre sus piernas como parte de una mala broma que se burlaba de la sed que hasta entonces no había percibido.
— Connor — El nombre se le resbaló entre los dientes como un gruñido al recordar todo lo que había sucedido. —. Connor, desgraciado hijo de... ¿Qué estás tratando de hacer?
Mirase adónde mirase, no veía más que árboles, oscuridad y más árboles. Quiso reclinarse, y al momento, las demás sogas que la ceñían al tronco se tensaron, y la detuvieron en seco. « Se ha ido — Un aire de desesperanza escapó de ella. —. Se ha largado y me ha dejado aquí a mi suerte. »
Salvo por la herida de la cabeza que la atormentase de dolor, se encontraba ilesa y con vida. Pero varada en medio de la nada… ¿Cuánto tiempo seguiría de esa manera? Echó un vistazo y de sus pertenencias solo conserva la ropa de hace… ¿de hace cuántos días? ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? La mera idea de imaginar el tiempo que había pasado atada e indefensa la aterró, más pronto se enfureció al saber que Connor se había llevado todo lo demás consigo. Todo lo que le restaba de sus padres: los avambrazos, pechera y rodela que habían sido obsequio del hombre cuyo cuerpo se pudría en las calles de la Capital, y más importante aún, el último deseo de su madre, el sacrosanto que había jurado proteger y que había perdido en cuestión de horas.
— Mentiste. Mentiste. ¡Me mentiste! ¡Solo fue una pizca! ¡Una pizca de mi confianza y te aprovechaste! — Se retorció incluso con más rabia. — ¡Malnacido, me mentiste!
Gritó, gritó y siguió gritando hasta que un rumor entre las sombras de la noche se deshizo de su voz iracunda.
— No te mentí. — escuchó decir muy quedamente.
— ¿Connor? — inquirió con espanto, tanto como si se trataba de él como si no. El sobresalto había hecho que abriera los ojos en demasía.
— Eres una piedra en el zapato en estos momentos. Un problema demasiado grande como para que encima precises en despertar a todo el bosque.
Aquello bastó para reconocer su voz prudente siempre damasquinada en serenidad. De inmediato, su furia no hizo más que ir de mal en peor y deformar su hermoso rostro en un gesto enardecido de violencia.
— Sal ahora. Sal de la oscuridad, y muéstrate.
El silencio que los precedió habló por él.
Respiró profundamente, intentando calmarse, pero la paciencia de Atenea naufragó apenas zarpar. No tardó en comprometer las ataduras, con su innata terquedad.
— ¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? — Se inclinó lo más que pudo hacia delante, obligando a las sogas, que le cercaban la zona donde nacían sus pechos, a vibrar ante su esfuerzo por liberarse. — Nos traicionaste a todos. Juraste frente a la Reina que nos ayudarías. ¿Y para qué? ¿Qué ganas con todo esto?
— Ya detente. ¿No ves que te haces daño?
Y Connor no podía estar más en lo correcto. El ardor en sus ánimos comenzaba a provocarle quemaduras en la piel, pero las cuerdas parecían estar a punto de ceder.
— ¿Hacerme daño? No. Todo el daño lo has provocado tú, desgraciado explorador. Si es que en ello no mentiste también — dijo, ocultado toda molestia tras una carcajada triste. —… No siento dolor. No siento nada más que repugnancia hacia gente como tú.
Las cuerdas le presentaron batalla a su rencor desmesurado, y ganaron justamente, segundos después. La tensión de las sogas la arrojó de vuelta a la áspera corteza del árbol, de vuelta a atrás a la desesperanza, con un súbito golpe que le fastidió la espalda.
— Me salvaste, quizás — siguió Atenea, que había desconsolado su tono de voz. — Intentaste ayudarme a mí y mi familia, y aunque fallaste te quedaste hasta el último momento. Y ahora te muestras como alguien diferente — Sacudió la cabeza. —. No lo comprendo.
En un primer instante, no hubo más sonido que el de sus lamentos. Se preguntó si de verdad había escuchado aquella voz o todo era producto de su imaginación. No podía ver a Connor entre la penumbra del bosque.