— ¡Ehh, Valysar! — el bramido le llegó del pescuezo de Rodrick Barmettler, uno de los tantos escuderos en la hueste. — ¡Ven aquí! ¡Deja descansar a ese caballo tuyo!
El muchacho se había levantado de la pila de escombros y troncos caídos en las que se sentaban los de su grupo, y lo llamó agitando una jarra de cerveza en el aire.
Bajo el cielo que comenzaba a teñirse de estrellas, Valysar llegó cabalgando a paso lento junto al mismo grupo de escuderos liberados con el que se reunía para cenar todas las noches. Se detuvo a lazar su caballo a lo poco que restaba de un antiguo cerco, donde se anudaban una hilera de equinos agotados. y les estrechó la mano a los compañeros con los que posiblemente se jugaría la vida alguna vez. En el crepúsculo del quinto día de su agridulce ungimiento como el Falso Caballero, las espadas nobles del ejército se acomodaban en las estructuras ruinosas de lo que alguna vez hubo sido una villa de importante población, entonces en medio de la nada.
— Salieron de los bosques — le había contado el caballero al que escudaba. — y pasaron por la espada a quien se les cruzó por delante. Se llevaron el ganado, las cosechas, el dinero de muchos buenos hombres y, peor aún, las mujeres y niños de los más desafortunados. La mayor parte del poblado consiguió escapar, pero nunca volvieron por aquí para recuperar lo que quedaba. ¿Qué otra cosa los detendría de hacerlo que no fuera el miedo, chico? Pero ese miedo acabará pronto.
Los celtas habían asolado aquel sitio diez años atrás. Una más de sus tantas e infames incursiones. No era una casualidad que los dirigentes hubieran apuntado aquella villa en su hoja de ruta. Pretendían insuflar a sus tropas con inquina y un significado claro ante la causa, al ordenar que pasaran allí la noche.
Desde tiempos inmemorables, poco después de que nacieran las armas y los suficientes motivos para batirse en duelo, las huestes habían avanzado al campo de batalla en una extensa hilera de, como mucho, cinco o seis hombres de ancho. En cambio, el cuerpo de ejército de ser Logan Guiscard había pisoteado el terreno con sus corceles de guerra en una gigantesca formación de arco que les permitiera marchar con mayor premura. A algunos de los soldados les había tocado cabalgar por planicies de un mar de hierbas junto a los carros de suministros y las carretas de guerra, mientras otros tomaban la difícil tarea de perseguir sus ambiciones por florestas plagadas de ramas semienterradas y alguna que otra cuesta traicionera y pedregosa.
Los halcones iban y venían, volando por encima de Valysar, desde el alba hasta el sol poniente, llevando reportes de estado entre los capitanes de campaña. Si bien no llegó a ojear ninguna de las cartas, daba por hecho que estaban escritas a un puño y letra de manos temblorosas, puesto que nadie reducía la marcha en ningún momento.
Se encontraban en un llano tan desolado como las montañas que lo precedía. Todo animal de buenas narices huía del terreno antes de que semejante grupo de hombres lo barriera con los cascos de sus caballos. Y, en el sentido estricto de la palabra, no se podía referir a los campamentos como tales. Durante la noche, no se levantaba otra tienda que no fuera el pabellón de ser Logan ni se encendían grandes fogatas. Los lanceros, arqueros y jinetes, compartían historias, acompañados de queso duro, pescado en salazón y extracto de flor de ámbar para reponer las fuerzas, y se tumbaban sobre capas de tela acurrucados a sus armas bajo el firmamento. Todo soldado, caballero, escudero o sirviente se había alistado voluntariamente en busca de justicia, gloria o venganza personal, de modo que las caras largas de inconformidad no eran comunes, y la deserción algo impensable. Y, a decir verdad, el Ser era uno de esos hombres a los que el resto seguía más por su fama de leyenda que por intimidación.
— Ven, ven — lo apremió el chico. —. Siéntate.
Valysar se disgustó por lo que vio en los cuencos de madera de los comensales sin mesa, aunque no dejó que su rostro lo delatara. Ya estaba cansado de desayunar, almorzar y cenar lo mismo todos los días.
— Pan, queso y salazón… Qué novedad.
— Es lo que hay. — Rodrick le tendió un plato. Llevaba sobre el labio una brizna de bigote castaño que nunca se afeitaba.
— Lo que daría yo por un venado frito. — Al escudero robusto al que llamaban Matt Devan se le aguó la boca de solo mencionarlo.
El fuego lucía como un pequeño punto agonizante en el centro del grupo. Más para entibiar la cerveza y distinguirse los unos a los otros, que para entrar en calor.
— Agradeced que tenéis algo para llevaros a la boca, al menos — escuchó decir a una voz férrea, cuyo rostro no percibió. De inmediato, los siete muchachos que se sentaban en círculo en torno a la minúscula fogata asintieron uno tras otro. —. No habéis venido a divertiros.
Un par de segundos fueron suficientes para encontrarlo. No fue difícil, ya que era el único caballero entre la junta.
— Ser Braxton. — dijo Valysar a modo de saludo, antes de tomar asiento.
— Maine. — Asintió el otro con fría cortesía.
Ser Braxton Wolfhard hacía impecable honor a su apellido; era un hombre duro, como un viejo lobo, de aspecto musculoso y cabello plateado que le caía sobre un hombro a modo de una trenza solitaria. Un caballero de reconocida habilidad y profundos conocimientos, quien era, además, el mentor de Rodrick.