No había dormido en los últimos dos días. No después de haberse enterrado las uñas en la tierna piel de sus palmas a causa de la furia, del dolor y de la desesperación.
— ¿Ella también? — desconsolada, se dijo entre susurros. — ¿Ella también me traicionó? Mi propia sangre. Mi propia prima.
— No te preocupes, pequeño Príncipe — le había confesado Diane a Elliot aquella mañana en la que hubo partido. —. Tengo el presentimiento de que esta no será la última vez.
Diane Liongborth se había marchado fortuitamente un día antes de que el asedio a la ciudad diera inicio, aun cuando Alice le insistiera que se quedase por más tiempo. Y, por si fuera poco, con aquella sonrisa ladina, se había despedido de manera tan incierta de su supuesto sobrino.
La Duquesa era su prima y no su hermana, sí, pero había crecido junto a ella como solo una hermana lo haría. Desde la infancia, desde la tragedia que le hubo arrebato la vista, habían sido como uña y carne jugando y cotilleando por los corredores del castillo que las vio florecer a ambas. Habían sido separadas al cumplir la mayoría de edad solo por el deber de una mujer en un mundo regido por los hombres. Su prima había sido siempre tan predispuesta a la bondad, a entregar su amor y su ayuda a quién más lo necesitase. Sus más allegados la veían como una «perita en dulce» y el pueblo llano de allí donde fuera la elogiaba como a una santa en toda vivencia. Habría sido impensable, incluso grotesco para algunos, insinuar que alguien del perfil de Diane pudiera haber fortalecido la conspiración que se había estado cociendo a fuego lento a sus espaldas.
Pero las personas cambiaban con el tiempo, la Reina mejor que nadie lo sabía. Alice había sido una joven de risa fácil, un ser de luz que confiaba en todo aquel que le devolviese la sonrisa, antes de descubrir que no todos eran lo que aparentaban y que la vida consistía más en amarguras que en dulces sabores.
« Y Diane y yo no nos habíamos visto las caras desde hacía un decenio. »
Tiempo más tarde, le acudió a la mente una imagen enterrada bajo una pila de recuerdos. Una repentina bilis le subió por la garganta, bañada en una espesa ira que se vio obligada a tragar en la medida de lo posible.
— Sí, tal vez mi esposo debió haber sido el Rey. — hubo dicho un día antes de su despedida. Rememoró aquello con ojos de consternación.
No quería creerlo, pero eran demasiadas casualidades puestas juntas. El Duque de Lionshire no conservaba un especial aprecio por su hermano mayor, todos los sabían, pero era un hombre honrado y justo. En toda su vida no había mostrado señales de ansiar la corona que Leonor había heredado, ni Diane habría apoyado su reclamo, más allá de que acostumbrara a desbocarse de amor por su esposo. Alice a duras penas se vio tentada a creerlo.
Pero el gusto le duró más bien poco.
La voz de su prima retumbaba en su cabeza, dando vueltas y vueltas mientras coreaban las dos frases que no la dejaban conciliar el sueño. Cuando cerraba sus ojos, podía ver el rostro delicado de la Duquesa asomándose por encima del hombro de Edward Stanford. Sin embargo, por más que aguzase sus oídos, no le llegaban las palabras que se cruzaban.
Vivía en un mar de preocupaciones en la que surcaban un millar de velas enemigas, y dónde Alice se dejaba guiar por corrientes de dolor y desconsuelo que solo servirían para hundirla todavía más. Los traidores que se hacían pasar por sus súbditos no le daban respiro, por más que hubiese esperado la bofetada de alguno de ellos, como era el caso de Connor Bressler y su moza de taberna.
En el alba gris, luego de haber encontrado a ser Covan inmerso en un profundo sueño, los demás caballeros se habían dispersado rápidamente en sus monturas como hojas arrastradas por el viento, para intentar darles caza a los responsables.
Richard fue a su encuentro, mientras ella yacía de piernas cruzadas sobre las mantas que usasen de lecho para su tosco y humilde campamento.
— Ser Covan ya ha despertado — le dijo. Su rostro lucía rígido, como tallado en piedra. —. Aún está mareado, pero lo suficientemente consciente para hablar. Fue Connor quién lo hizo.
Alice ni siquiera volteó. Si se hubiera dirigido a él con el calor del momento, lo habría querido fulminar con la mirada. En cambio, escudriñó el horizonte con sumo desdén.
— Madre — siguió. —. Daremos con ellos, te lo aseguro.
— No, no lo harán — le indicó, sin emociones. —. Él es un jinete de exploración. Conoce estos bosques como la palma de su mano. Aun así, el muy imbécil debe haber regresado a la Capital junto a esa moza. Querrán salvar a sus familias, lo entiendo, pero morirán como los perros traicioneros que son.
— Creí que me serían fieles. Se arrodillaron y pronunciaron los juramentos.
Cuando Alice hubo aplacado todo su rencor, le dedicó un vistazo. Su hijo se encontraba más triste que enfurecido, mirando hacia el suelo, ensimismado en sus remordimientos.
— Para hombres sin honor los juramentos son solo palabras que se escupen — le recordó. —. Y las mujeres tampoco se salvan de esa cruda verdad.
— Pude ver que Connor era un indigno, un indómito, por la manera en la que respondió ante ser Paul. Pero me sorprende que haya osado romper sus votos, aún después de haberse arrodillado. — Suspiró. —. Y Atenea…