— ¿Por qué? — repitió entre sollozos. — ¿Por qué lo hicieron?
Lady Elizabeth había estado durante toda la tarde junto a su cama, cogiéndolo de la mano y tratando de consolar a un niño al que nadie podía consolar. Palabras suaves, unas cuantas caricias, hasta una cancioncilla… Pero, nada en lo absoluto había funcionado para aliviar el dolor de un corazón hundido en la desesperación.
— Ella era dulce como la miel — continuó, llorando a moco tendido. —, más inocente que cualquiera. ¿Qué hizo para merecerlo?
— No debiste verlo, mi niño. No debiste estar allí. — Elizabeth extendió las manos para abrazarlo, y él se apartó de súbito cubriéndose bajo las sábanas.
— Pero lo vi. Lo vi todo. — Connor se encontraba afligido más allá del consuelo.
— No sé qué más decir, salvo que aún hay muchas cosas que no entiendes.
— Lady Eliza, ¿y tú sí lo entiendes? ¿Por qué lo hicieron?
— Ella, sus padres y sus hermanos…
— ¿Qué? — se impacientó, cuando la escuchó callar.
Mantuvo la boca abierta, y se tragó sus primeras palabras con unos ojos añiles entristecidos. Connor supo entonces que devolvería otras muy distintas.
— Sé lo que sentías por ella. Y está bien que así sea, pero debes olvidarte ya de eso. Esa niña no era quién tú crees que era.
— Yo la quería. Naiara era mi amiga — La ansiedad comenzó a aflorar en su voz. No necesitaba de palabras bonitas, ni de abrazos. Necesitaba respuestas. —, ¿cómo puedes saber quién era mejor que yo?
— El Señor sabe lo que hizo — A fuerzas le cogió la mano. —. Y ha sido juzgada por ello. Ese cabello, esa mirada, ese rostro tan lindo del que te enamoraste, Connor, no era más que una fachada. Créeme, en su interior habitaba una maldición. Satanás le susurraba cosas, y ella actuaba en su nombre.
El rubor brotó por debajo de los cauces de lágrimas que eran sus mejillas.
— Yo no estoy enamorado de ella.
— No lo estuviste, si eso quieres decir — Le dedicó una sonrisa contrariada. —. Si es así, supongo que te resultará más fácil olvidarla. Llevas todo un día encerrado en tu habitación, ¿por qué no salimos un rato? A ambos nos vendría bien el aire fresco.
« Yo no la olvidaré jamás — pensó con un rencor que bien supo ocultar. —. Tampoco olvidaré lo que le hicieron. Jamás lo haré. »
— Dijiste algo acerca de una maldición. ¿Naiara estaba maldita? — Sacudió la cabeza con incredulidad. — Si un demonio se esconde tras de la máscara de un ángel, se seguirá viendo con facilidad la malicia en sus acciones… Y toda su familia siempre fue buena conmigo.
— Por cómo piensas — dijo ella, orgullosa —, a veces paso por alto que aún eres un niño.
Connor se deshizo de las lágrimas y del moquillo con la manga de su jubón.
— Fue algo que escuché del Arzobispo Headmund, el otro día.
— ¿Y que más has escuchado en las oraciones? — Elizabeth pareció interesarse. — ¿Qué más has escuchado del Santo Padre?
— Él la quemó — La voz se le cortó de puro dolor, de un momento a otro. Siempre lloraba cuando se entristecía, cuando reía demasiado, o cuando la rabia le recorría por las venas. Usualmente lloraba por todo. —. Estuvo allí. ¿Cuántas veces he escuchado sobre la misericordia del Señor y de cómo su gracia acoge el alma de los que se arrepienten? Pero… ¡Aun así la quemó viva! ¡Cuando las llamas la alcanzaron, las demás fogatas eran ya cenizas! ¡Ella fue la última, así que…! Sus padres, sus hermanos — Se encogió en posición fetal, y su madre en adopción se abalanzó sobre él, para evitar sin éxito que cayera aún más bajo en la desesperanza. — ¡Gritaba, lloraba, suplicaba piedad, y él no quiso ayudarla! ¡El Santo Padre no quiso ayudarla! ¡Dios no quiso ayudarla! ¡Ambos no hicieron más que mirar!
— No, no es así cómo dices. No lo entiendes.
« ¿Qué hay que entender? — quiso gritarle a la cara. —. ¿Qué debo entender de la clase de dios que se llama a sí mismo “misericordioso” y sin embargo asesina niños? »
Entre gritos, sollozos y el crepitar de las llamas, la estancia se fue oscureciendo, y Elizabeth se desvaneció como cenizas arrastradas por el viento. Connor se mantuvo allí, envuelto por la pena y devorado por el vacío de su tristeza, mientras farfullaba maldiciones al Santo Padre, a Dios y a todos los que creían que su piedad era innegable.
— Eres un llorón, Connor — La voz siempre en júbilo de Naiara le acarició el alma. —. Levántate y continúa con lo que empezaste.
Se estremeció, y de tal manera que palideció como la nieve. Alzó la vista: el cielo azul lo cubría todo. Entrecerró los ojos, cegado por la claridad del día, y vio como su cabello rojizo ondeaba al viento y brillaban con el sol. Ella se arrodilló ante él, y le tendió una mano.
— Te caíste del caballo, es todo. — siguió.
— Mi muñeca… Me duele. — Sus oídos atendieron sus propias palabras, pero no era él quien las ponía en su boca.
— ¿Te las has rato? Déjame ver — Cuando le tocó el dorso, el ramalazo de dolor lo hizo rechistar. —. No parece tan serio. No perderás la mano — Le dio una palmadita consoladora en el hombro y un beso en la mejilla. Connor juraba entre lamentos hallarse manirroto, pero cuando sintió sus labios, repentinamente dejó de sentir dolor.
« Otra vez este recuerdo », se enteró con la extrañeza propia de los sueños. ¿Cuánto había pasado desde la última vez? ¿Meses? ¿Años? Nunca conseguía la respuesta hasta despertar. Como por encanto, rememorar tan de cerca su inocente belleza aún viva era el perfecto y también único consuelo, tras sus gritos de agonía cada vez más lejanos en el tiempo.