Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Vyler IV

Llevaban cuenta de los días transcurridos gracias a los platos de comida fría que les traían por la mañana. Si a aquella gacha desabrida y seca podía llamársele comida.

Enterrados metros y más metros bajo las entrañas del castillo, no había rayo de sol que trasluciese a través de las paredes, pero el caballero tenía vagas nociones de cuando era de día, pues Nora, la achatada sirvienta de mediana edad, decía traerles el desayuno.

— Vuestras armaduras las robaron — le hubo susurrado a ser Ronnie la primera mañana en cautiverio. —. Escuché que las vestirán luego. No sé para qué.

Nadie al margen de Vyler tuvo plena certeza de que la tal Nora fuese una practicante de la Fe cristiana, más allá de que exhibiese en las muñecas las quemaduras donde los grilletes la habían besado y mortificado. Muchos la creían una celta. Junto a ella siempre asomaban desde la puerta dos matronas provistas con cuchillos y armaduras de cuero. Nora se mostraba vestida como se suponía debía lucir la servidumbre, y también les daba de beber caldos con una cuchara de madera que cuidadosamente les tendía. Las otras mujeres, en cambio, les lanzaban panes al pecho para que los tuviesen que comer del suelo cuando se hubiesen caído; sus miradas hoscas, sus gruñidos y sus amenazas eran más abundantes que los bocados. Solo el desayuno les ofrecían.

Las sospechas en contra de Nora se hicieron menos densas a la mañana siguiente.

— El antiguo Rey fue quién nos traicionó. — se atrevió a decirle a ser Vyler en un instante de distracción de las vigías.

— ¿Qué estáis diciendo? ¿Leonor? — La sola insinuación sonaba ridícula.

— No, no Leonor. El verdadero Rey. — alcanzó a musitar antes de que una de las matronas se acercase a zancadas y le obsequiara una bofetada recia.

Mucho después, durante la próxima comida, ser Wendell, que con apenas veinte años era el más joven de la compañía de escoltas, entre sorbo y sorbo aprovechó para sacarle más información.

— ¿Qué ha sucedido con el pueblo? — preguntó tan bajo que Vyler no fue capaz de oírlo bien pese a que el silencio inundaba la celda. — Contesta.

Hizo falta un par de ruegos para que reaccionase.

— Encadenados en centros de concentración. La mayoría. No creeréis la de cadenas que se han forjado. Hay ojos por todas partes.

Las dudas se desvanecieron cuando al salir de la habitación los gritos de Nora se hicieron oír. No volvieron a verla. Y quién bajó acompañada de las matronas al cuarto día fue otra mujer celta igual de aguerrida. Sin embargo, aquella noche, Conway, el carcelero, hubo entrado todo campante, para llevarse a ser Wendell y devolverlo magullado y con el rostro hinchado al cabo de unas horas.

— ¡Aj! — soltó, llevándose una mano a la nariz en gesto de asco, cuando atrapó el espantoso olor de la muerte. — Aquí comienza a apestar ya. — Y para sorpresa de todos, ser Ronnie se limitó a fusilarlo con la mirada, mientras el carcelero hacía dar vueltas a la cabeza de su esposa a punta de patadas. El celta cambió las antorchas otra vez, y se retiró. — No vales como rehén ni como sacrificio, ser. — Fue lo poco que le dedicó a ser Ronnie.

Eso sí, el caballero se sacó sangre de tanto luchar contra las cadenas, sin permitirse traslucir emoción que no fuera la del odio mismo que no le cabía en el cuerpo. Había llorado tanto a su Jessabelle que se había quedado seco de lágrimas.

« ¿Por qué nos mantienen aquí, si no es para otra cosa que matarnos lentamente? ». Estaba seguro, y se atormentaba día y noche con ello. Aunque esta fuera la menor de sus preocupaciones.

— Vyler, ellas están bien — dijo su hermano. Para su desgracia, lo habían sentado frente suyo al otro lado de la habitación. Seis o siete pasos los separaban. —. Eres un melancólico empedernido cautivo de lo negativo. Sabes perfectamente donde se hallan escondidas. A salvo de toda esta mierda.

No faltaba a la verdad con su discurso, aun sabiendo que eran palabras vanas provenientes de un infatuado empedernido. Qué Dios lo perdonase, pero pudiera ser que solo estuviese actuando cínicamente galante para verse bien ante desconocidos. Si no fuera por sus hombres, a quienes respeto inspiraba ser Vyler, lo habría ahogado con un torrente de palabras. De manera que, asintió y ocupó su mente en otra cosa. Se fue a dormir. ¿Qué otra cosa podía hacer sino?

— Lo voy a matar. Lo voy a matar. — escuchó decir de alguien sin darle apenas importancia, mientras se veía envuelto por la embriaguez del sueño.

En algún momento de la aparente eternidad, Vyler flotaba sumisamente por corrientes de imaginación. Nada obedecía a la paz y quietud, incluso en sueños.

— Lo lamento tanto, no estaba preparado — le confesó a la pequeña, con la voz cargada de dolencias. Rara vez se embuchaba con litros de licor, pero Grace le llenó de nuevo una frasca o algo parecido. No reconocía cómo había llegado hasta allí, y mucho menos le importaba. —. Creí en un principio que trataríamos con simples revoltosos.

Grace lo observó medio llorando, medio riendo, sentada a su lado en el suelo junto a la chimenea, que bañaba a la estancia acogedora de una luz naranja perezosa.

— No te preocupes, padre, de verdad estamos bien. Pero, dime, ¿tú lo estarás?

El caballero no tuvo la fuerza necesaria para responderle con la verdad ni para mentirle. La envolvió con un brazo, y la acomodó a ella para que sollozara en su hombro. Su cabello y su vestido estaban empapados por la tormenta que afuera castigaba a la ciudad. La abrazó, sosteniéndola con ahínco, y ahogó sus penas con la dulzura que expelía el afecto de su hija.




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