Alrededor del mediodía se tomaron un momento para descansar de la cabalgata. Bajó de la montura, con molestias en los tobillos después de tanto chacanear. No quería ni imaginar el cansancio de su yegua, que hacía el resto del trabajo. Se sentó sobre una roca junto al río a despejar la mente del pesado viaje. Se habían detenido por fin, al cabo de varias horas de trayecto, y en un momento de calma, un mal recuerdo le dio alcance nuevamente.
— Protege a tu madre. — le recordó el fantasma de Marcus Pryce. Hubo muerto con una súplica entre los labios, que Atenea no pudo cumplir.
Las aguas del río discurrían suaves, al igual que la sangre de su padre cuando hubo sido rebanado por la mitad. No podía sacarse la imagen de la cabeza. Ninguna persona en el mundo debía de morir de manera tan cruel. Nadie en el mundo, salvo un solo desgraciado.
— Debiste prestarle tu escudo, rubiecita. — mencionó el Ariete, con su maldita risa, con su asqueroso rostro sonriente.
Fue la rabia y no su tristeza la que consiguió humedecerle los ojos. ¿Por qué? ¿Qué había ganado él con arrebatárselos?
«Yo iba a ganar ese torneo. Quería que utilizásemos ese oro para viajar, para que viésemos el mundo, todos juntos» Se dio cuenta de que tal vez, si le hubiera hecho caso a su madre, y no participaba del torneo, ella seguiría con vida. O si no se hubiera levantado de aquel golpe en la sien, el Ariete se habría ido satisfecho a casa. O tal vez no, quiso pensar, si con ello conseguía liberarse de parte de la culpa.
Un segundo más tarde, su ira se apartó de ella y no dejó atrás nada que no fuese desesperación. Sin importar cuanto se esforzase por recuperar su hogar, no los haría volver a su lado ni un solo día.
— Atenea — advirtió, con espanto, la voz de Connor.
De inmediato se quitó las lágrimas con el dorso de la mano, intentado disimular que se le había metido algo en el ojo. Sorbió por la nariz, y se aclaró la garganta antes de atreverse a hablar y mirarlo de soslayo.
— ¿Qué ocurre?
— ¿Estás bien? — quiso saber, con genuino interés.
— Sí, ¿qué ocurre?
Lo vio allí de pie, en silencio, como sin saber qué hacer.
— Come algo antes de que tengamos que partir. — dijo al final, tendiéndole un saquito de lino.
Atenea lo cogió sin girarse, sin mirarlo a la cara. Aquellos ojos enrojecidos la delatarían.
— Gracias.
— Por cierto — agregó él a último momento, volviendo un paso atrás. —, no te sientas mal. Tuviste años para complacerte de su compañía. Hay personas que no tienen la suerte de… — Y se encogió de hombres — siquiera recordarlos.
— Connor, por favor, no…
Y él la interrumpió con un gesto de mano, para después acercarse y posarle esa misma mano sobre el hombro.
— Todo llega a su final en algún momento. Tarde o temprano. Tan solo valora que lo tuviste por un tiempo. Valora lo que sea que te reste ahora.
Atenea no vio más opción que mirarlo a los ojos y asentir. La había atrapado en un momento de debilidad. No tenía caso ocultarlo más tiempo. Le sonrió a Connor, para que se marchara a gusto y la dejara a solas.
— Eres mi mayor regalo y orgullo — recordó que le había dicho su madre, de improvisto, como una brisa fresca cuando más lo necesitaba. —. Lo más maravilloso que he logrado soñar y que se ha vuelto realidad.
«Estuvo allí aquella noche.», pensó, todavía incrédula, incluso divertida, de no tener a nadie más cerca para consolarla. Su intento de salvador.
Cuando la yegua se acercó a olisquear la comida, logró distraerla con unas cuantas palmaditas al cuello, pero el animal, por algún motivo, se puso juguetón, tratando de mordisquear su mano. Atenea se sorprendió de que la risa le saliera de pronto con tanta naturalidad. Comprendió con agrado que Connor tenía algo que ver en todo ello. De manera que, por una vez se tragó su orgullo y aceptó su gentileza.
Más tarde, se acercó a Connor sin ninguna aprensión, mientras él atendía a su caballo.
— ¿Puedo preguntarte acerca de tus padres? — comenzó, diciéndole con cautela.
Él la miró, confundido. Luego se rio, negando con la cabeza.
— Mejor que no.
— Connor. — La súplica le dejó un regusto amargo.
— Es algo personal.
— ¿Cómo lidiaste con la muerte de tus padres? — insistió, caminando hacia él para evitar que escapara. La cabeza gacha, los brazos cruzados y la voz vacilante.
— No me preguntes eso. — Pero lo dijo con un extraño deje de regocijo, como si no acabara de creérselo.
— Bien, entonces, ¿cómo hiciste para superar la perdida? Sé que eras apenas un niño, pero de todas formas lo sentías.
— Nunca lo hice — aclaró por fin al cabo de un rato, borrando de sus palabras todo rastro de emoción. —. Fue injusto que murieran de esa manera. Fue injusto haberme quedado solo, siendo tan pequeño, pero este mundo suele ser así de injusto.
Tras esto, Connor se quedó en silencio. Atenea arqueó las cejas y se inclinó hacia delante, a la espera a que dijese algo más.