— Admirable, mirífico, sorprendente por decir lo menos — dijo la duodécima Sombra. —, observar como la discordia entre dos pueblos tan distintos siembra la semilla del caos, para el deleite de unos pocos.
— Ahh no, pero si no son tan distintos — rebatió la sexagésima primera Sombra. —. No hay que raspar demasiado la superficie para encontrarse con la verdad oculta tras una piel curtida y acostumbrada a los golpes. En el fondo son lo mismo: temerosos, endebles, simples.
Según se contaba, los druidas de antaño habían dado origen a una doctrina basada en la inmortalidad. Para todo aquel que se llamase celta, la vida no era más que un tramo de una larga travesía donde el alma se viera encerrada en una prisión a la que denominan carne, sangre y hueso. El Inframundo era el destino último de cada hombre, de cada mujer, de cada animal por más despreciable que este fuese. Sin embargo, el mundo de los muertos era apenas un instante que se repetiría en un ciclo de eternidad. Algún día estos volverían a la vida, renaciendo en un cuerpo nuevo, tal vez en jabalí, en halcón, en lobo, en un humano otra vez, si había suerte, o sencillamente en una hormiga. Algún día regresarían al Caldero de la Muerte y sus almas se fraguarían con la Llama Eterna.
Su Cosmos se dividía en el espacio creado para los mortales, el pensado para los héroes y el guarnecido solo para los dioses.
Una trinidad no tan dispar les aguardaba a los cristianos, o aquello imaginaban. Cielo, Tierra e Infierno, era bien sabido por todos qué eran. Pero a diferencia del Inframundo celta, el fuego perenne del Infierno había nacido para castigar a los condenados, para atormentarlos con dolor desesperante hasta el fin de los tiempos, y no para forjar una nueva vida.
La voz de una extranjera grabada a fuego en el recuerdo hacía mirar al cielo al alto mando de la Horda de las Bestias con rasgos de estupor inmutable. A una hora de haber caído el sol, la enorme luna surgía entre las estrellas manchada como una sombra castaño-rojiza; similar al cabello de la mujer que aquella noche se convertiría en la Maestro de Hechiceros.
— ¿Quién es la loca ahora? — les arrojo Mary a unos pocos. — Cuando la luna se torne carmesí, como un único ojo entre las estrellas, observará como el agua de los ríos será sangre corriendo por todo el reino hasta sus océanos, mientras en la tierra, los gritos se volverán canción.
La segunda profecía de Jensen se hallaba a tiro de flecha.
— Mira eso — Iloura no bajaba la vista del cielo, donde nubes hacían espacio para la Luna de Sangre. —. La extranjera tuvo razón.
— Llegó una noche y acertó a la primera. Ya ha hecho más que los druidas en una década. — agregó Kairo.
Rhiannon bajó la mirada del cielo para dirigirla con discreción hacia Mary, quien le daba la espalda desde el otro lado de la plaza.
— Jensen tenía razón, aunque fuera una sucia Dádiva como ella. Pero esa no puede ser la razón de que acertase, ¿o sí?
Si la primera estaba relacionada a la Luna, era natural que la segunda al Sol. Y la tercera profecía a la Tierra. O al menos eso especulaban los druidas que tan entusiastas eran en el intento de presagiar el futuro.
— Cuando tengáis que dividiros — recitó Mary en voz alta —, el Destino os sonreirá con una lluvia como ninguna otra, una abrasadora, de fuego que barrera con todos vuestros miedos de desgracias.
— La Bestia estará hecha de fuego. Por tanto, también nuestro futuro Demogorgón — le aseguró Kurt a uno de sus amigos. —. A eso se refiere con barrer nuestros miedos de desgracias.
Ramskull hizo una mueca de reproche al escuchar a este último.
— La lluvia es el amanecer celta. Unas llamas del Beltaine más grandes que nunca. — Para cuando llegara la primavera, habrían ganado. Y tendrían que dividirse para gobernar el reino. Solo debían rogar a los dioses y ellos brindarían su ayuda.
Se encontraban finalmente en noviembre primero, día del Samhain.
Ramskull se quitó el yelmo y se lo presionó junto al pecho con una gran sonrisa.
Habían retomado la tradición. Eran fiestas que desde hacía siglos no podían celebrarse, solo hablar de ellas, ya que estaban obligados a yacer ocultos entre cuevas y bosques. El Samhain era en esencia una fiesta para los muertos, donde se honraban a los antepasados guardándoles un lugar en la mesa. Se encendían hogueras que ayudasen a frenar la decadencia y la oscuridad, y se sacrificaba al ganado, para solicitar la protección de los dioses. El Samhain marcaba el comienzo del invierno y al mismo tiempo el período de apertura donde la frontera entre los mundos se diluía, permitiendo que los Aes Sidhe pudieran entrar con mayor facilidad en el mundo de los mortales.
Desde el adarve del Baluarte del Rey hasta el techo de la Antecámara a la Sala del Trono pendían en el aire devotos irreconocibles con sus tripas envueltas en torno al cuello; sus cuerpos yacían bien adentrados en la podredumbre. En las plazas principales los ciudadanos eran flagelados porque sí, para el vigoroso regocijo de sus captores. De vez en vez, un soldado raso, un prosélito o cualquier otro que caminase libre bajo la luz de los dioses celtas, tomaba sin discriminación a un cristiano y lo liberaba de sus cadenas, para hacerlo arrastrarse mostrando al viento sus miserias. En cadenas día y noche ante las ruinas de lo que había sido un hogar, un mercado, una taberna o un establo, cada ciudadano encontraba, más allá de los límites del dolor, una razón para querer desfallecer y reunirse con quien los hubiera creado. Llevados de la mano por el miedo, todo el pueblo llano padecía las de Caín; algunos, incluso, sucumbían en el camino con las rodillas enterradas entre el reguero de una orgía de sangre y vísceras.