Había estado advirtiendo la desagradable sensación de su mirada sobre ella desde la mañana, y finalmente a horas del mediodía lo vio poner a su corcel al paso y situarse a un costado de la Reina, mientras las monturas caminaban. Incluso cuando su condenada armadura reflejaba cada rayo del sol, lo que más descollaba de él era su irradiado disgusto.
— Alteza — comenzó ser Lancelot. Era el disgusto engendrado por el deber de confesar aquello que tenía que decirse, aunque no gustara, Alice lo sabía. —. Con el debido respeto…, creo que la más juiciosa decisión sería comunicar estas circunstancias con ser Logan y su hueste. Con todo el ejército a su espalda, vamos. No disponemos de aves de mensajería, claro, pero aquí tenéis a la orden caballos rápidos y hombres más que capaces. Sé lo que nos dijisteis a todos, pero aun así…
— Aun así, osas cuestionarme, ¿no? — El gusto de la Reina nunca había estado revuelto en tanta acidez y picor. Se le quedó observando con los ojos y el espíritu irritados por no poder siquiera dormitar durante las noches largas que padecía. — Ya os lo he dicho, ser. Es tirar una moneda al aire.
— Así es, mi Reina — Ser Covan Thompson había picado espuelas, para marchar unos cuantos pasos delante de su compañero. —. Es arriesgado, por decir lo menos. Considerando el historial del mayor de nuestros enemigos, cada decisión y movimiento lo es. Pero más vale hacer una apuesta arriesgada que perderlo todo de buenas a primeras. Hemos estado cavilando sobre ello.
Su Alteza tiró de las riendas de su yegua castaña, y el animal se detuvo de lleno. Su escolta la imitó poco después.
— ¿Y a qué conclusión han llegado vuestras cabezas? ¿Eh? — les señaló con una soberbia que no cabía en ella. Pasó a ejecutarlos con la mirada a ambos.
— No hablaré en representación de estos caballeros, sino por mí — El mayor de sus hijos tomó la palabra, quien venía al trote junto a ser Paul Wolkan. —. Madre, en todo este tiempo que hemos estado dirigiéndonos hacia ningún lugar, hubiéramos podido acudir a el Ser, o en su defecto, a Namiera. En cualquier caso, al sol de hoy, habríamos estado a esto — hizo el gesto con dos dedos poco separados. — de difundir a toda la nación el asalto de la Horda de las Bestias a la Capital. Y sobre la posible captura de mi padre.
Alice albergaba ciertas dudas en su corazón respecto a su plan, pero ya no había tiempo ni lugar para la vacilación. Pensó en abofetearlos a todos en aquel momento para que cerrasen la boca. Ganas no le faltaban.
La Guardia de la Realeza, según dictaba algún edicto, estaba en todo su derecho y libertad de prestar consejo en tiempo de guerra a quién estuviese al mando, fuera este el Rey o no. Motivo por el cual, aún en toda su extraordinaria desazón, Alice no podía echárseles al cuello. No tuvo más opción que quedarse allí a atender las palabras de dos cojones de mierda que no reunían siquiera una idea aceptable y a un hijo que hacía de nuevo honor a su herencia de Liongborth. Las voces le llegaban como un sonido chirriante, molesto, taladrador y punzante para una cabeza que no había hecho más que pasar las de Caín. Ningún otro tuvo intención de unírseles, cosa que agradeció.
En breves continuaron dando patadas de ahogado. Ella no daba su brazo a torcer. Y una vez hubo tenido suficiente y sus parpados comenzaron a pesarle, Alice los dejó con la palabra en los labios, y zanjó la discusión de golpe picando espuelas hacia al castillo de su padre, el único hombre en el que todavía podía confiar.
— Qué no se hable más de esto. — les espeto antes de partir.
Para bien o para mal, era probable que Alice hubiese ya enviudado.
O tal vez no, pues no había mejor rehén en cualquier guerra que un Rey. Pero una parte de ella le decía que lo más seguro era que sí. Su matrimonio con Leonor no había sido otra cosa que una relación por conveniencia entre lord Baron Marshall y la difunta Majestad Darren IV, qué sus huesos se pudrieran en dónde estuviese enterrado. Haberla vendido y tirado a los brazos de un hombre que solo amaba holgazanear había sido apenas uno de los tres fallos que su padre consumara para ella en vida.
No fue hasta media hora más tarde que necesitó de hacer un gran esfuerzo para que los ojos no se le cerraran por sí solos. Sacudió la cabeza un par de veces para espantar el sueño, e incluso su hijo pequeño la intentó hacer reír, pero se hallaba demasiado irritada como para prestarle atención. En un momento de despiste y debilidad, sobrevinieron las primeras cabezadas sobre la silla.
Aquel día se dejó seducir por las ideas de salvación de ser Logan. Lo imaginó, esbelto, poderoso, arribando a las puertas de la ciudad como un héroe de las leyendas con treinta mil hombres a su espalda. En sus ensoñaciones, el Ser se había hecho con una cuantiosa flota de navíos de guerra, y mandado a bloquear los puertos de la ciudad. El asedio había concluido con las llamas que emanaban de la Capital siendo consumida por la furia impotente y el último recurso del bando perdedor. Cuando Alice llegó a caballo ante las murallas, el griterío del populacho resonaba y se entremezclaba con el crepitar del fuego.
— Madre — sentía como Elliot la zarandeaba con un brazo. —. Madre. Despierta.
No recordaba haberse quedado dormida mientras cabalgaba. Se enderezó como un relámpago, una vez sintió que se caía de la montura. El sobresalto le cayó encima como un azote que espantase todo su cansancio por un momento, uno que duraría menos que un atardecer. Con sumo desconcierto observó a un par de rostros ansiosos que le devolvían la mirada. Al tercero no consiguió verlo, puesto que su vista se fue tornando gris y después negra.