Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Connor VII

Bajo la calidez del mediodía, resguardaba su piel de los rayos del sol con una capucha y una túnica de tela negra que le llegaba hasta las rodillas. Era una costumbre que lo había protegido desde que se hiciera con el cargo de jinete de exploración.

Se había habituado también a guardar silencio durante horas, ya que se inclinaba por misiones que le permitían estar solo y lejos de la Capital, sin compañeros con los cuales conversar durante largas cabalgatas. Por consiguiente, se sentía extrañado y fatigado de viajar con alguien que no fuese la proyección de su sombra y obligarse a hablarle a cada rato.

Se habían despertado a primera luz del alba un día más, desayunando ligero y espantando el sueño en las sillas de sus monturas al retomar la marcha. Forzaban el trote durante un buen tramo, después bajaban el ritmo hasta casi avanzar al paso de un hombre, y recuperaban la premura al poco rato. Así, una y otra vez, para que los caballos no sufriesen demasiado los rigores de su travesía.

El Camino de los Peregrinos surcaba el reino de norte a sur y era quizás la ruta más corta a su destino. Pero no estaba en Connor lanzar los dados a la suerte. Se decantaba por los senderos más seguro. Siempre el más alejado de cualquier poblado. Nunca en la vida había sobresalido por confiar en los extraños y mucho menos comenzaría aquel día, dadas las circunstancias. Sus expediciones en casi todo bosque de Dranova eran la experiencia perfecta para trazar la ruta sobre el terreno menos insufrible.

Llevaba días durmiendo poco y usando sus habilidades a toda hora y a tal escala que el estrés le estaba ocasionando atrocidades en la mente. Notaba como un ejército de pequeñas manos le presionaban la cabeza. Le costaba ordenar ideas que tiempo atrás nacerían sin mayor esfuerzo. Pero de todos modos cerró sus ojos para concentrarse nuevamente. Llegado a aquel punto, no veía la hora de hacer su movimiento y librar sus hombros de tanta carga.

Wyke y la yegua de Atenea anduvieron por debajo de pinos altos de un terreno escarpado, se salpicaron de agua por delgados riachuelos y apretaron el paso en el sendero rocoso que se formaba entre dos montañas aplastadas. Sus cascos no dejaban de repiquetear, o al menos así ocurrió hasta que la testarudez del caballo crema hizo acto de presencia finalmente. A las cinco o seis horas de trayecto, Wyke se agitó y comenzó a renegar la marcha.

« Se está cansando — comprendió. —. Le he estado exigiendo menos que cualquier jinete, pero no deja de ser un arduo recorrido. »

Más adelante, la yegua se unió a la rebelión, con resoplidos de disgusto. Connor percibía lo hastiada y, sobre todo, lo hambrienta que estaba, pero no había podido hacer que comiera de las bayas que recolectaban de los sotos en los que pasaban la noche, y los granos que llevaba consigo no eran suficientes para todos. Podía haberla obligado a comer cualquier otra cosa: higos, hoja dulce, algún hongo, pero no llegaría hasta aquel punto con ella. Connor se encontraba ya al límite de sus capacidades. Si se imponía sobre la yegua con su don de Dádiva, posiblemente sería la gota que lo rebosara todo.

Ambas monturas fueron aminorando el paso. Desde luego, habría querido continuar, pero se vio pronto enfrentado a la indecisión. Volvió la vista a atrás, y observó cómo Atenea picaba espuelas, con aquel gesto amargado que los unía en un vínculo de mutuas y eternas discusiones. Aun con todo, la yegua hizo caso omiso de sus órdenes.

« La actitud terca de Wyke es contagiosa ».

Y en pocos momentos, la rubia nívea se rindió.

— Está…

— Cansada, ya lo sé. — Le había parecido que su compañera se encontraba especialmente callada aquella tarde. Demasiado tiempo sin espetar alguna maldición, quejarse por la silla o formular una pregunta vaga. Su silencio le era ajeno y se había vuelto casi tan chocante como que abriera la boca cada veinte segundos.

Desmontó de un salto, y le obsequió a su caballo un tanto de avena junto a unas caricias en el carrillo. Todo ello mientras vigilaba de soslayo a su silenciosa compañía. Wyke devoraba casi todo lo que le pusieran en frente con ansias.

« ¿En que estará pensado? — quiso saber, si bien se había cuestionado lo mismo desde el principio. — ¿En escapar? ¿En atacarme cuando baje la guardia? No tendría por qué, pero… Ya hice mi jugada hace horas. Ella debería haber hecho ya la suya. Aún nos siguen, y de momento otros se les suman. ¿Cuándo perderá la paciencia? ». Y por lo que descubrió en su mirada plateada tan cortante como el acero, no faltaba mucho.

Atenea descabalgó con poca gracia, y le tanteó las crines pardas a su alazana. Recorría con la vista y gesto receloso el paraje desolado en el que se habían detenido. Connor imaginó que también lo estaría vigilando a él. La yegua resopló quejumbrosamente a su lado.

— No le agradas — Tuvo que ser el primero en abrir la boca una vez más. —. Coges con mucha fuerza las riendas. Y las correas le molestan.

— Que vas a saber. ¿Acaso te lo dijo? — espetó con amargura sin desviar la mirada.

— Tampoco le gusta que le toques las crines — Se apartó de su caballo, y este fue a abrevar en un arroyo junto al camino. —. La pone nerviosa.

Y el silencio mutuo se hizo nuevamente. La yegua se apartó con brusquedad, cuando la mano se acercó a su cabeza. Con un respingo altanero, fue hacia el arroyo sin hacer caso de Atenea.




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