Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Atenea VII

Sentir el calor de las llamas por una noche era una sensación reconfortante. Al igual que reconfortante era echar cabeza en un lugar cerrado entre paredes de piedra. El calor le había hecho darse cuenta hasta qué punto estaba exhausta por el viaje. Y el nicho excavado en la pared de roca hacía del refugio casi una madriguera acogedora.

— Lo que hiciste con el ciervo el día de ayer… Lució como si hubiese dejado de sentir dolor en el momento en que lo cogiste en brazos.

— En parte fue lo que sucedió.

— ¿Cómo exactamente? — Connor le había prometido que respondería sin pelos en la lengua a cada una de sus preguntas.

— Es difícil de explicar aún después de tantos años. Diría que le arrebaté casi todo lo que podía llegar a sentir para librarlo de su dolor. Me adueñé de su sufrimiento para que viviera en paz sus últimos instantes.

— ¿Y eso no sería para ti algo tortuoso?

— Fue duro al principio, cuando era niño. No tanto ahora que tengo más experiencia. Lo que le pasó al pequeño ciervo fue desagradable. Para ambos. Fue cruel, fue triste, fue doloroso, pero así suele ser el bosque la mitad del tiempo. Solo los niños pensarían que todo en la naturaleza es alegre y hermoso. No es así. ¿Recuerdas a todos esos animales que conseguí enlazar? Si no fuera por mí, se despedazarían entre ellos, se matarían los unos a los otros. Y lo harán, una vez pase el tiempo y hayan perdido el vínculo que juntos hilamos. No hay mucho que puedas hacer para cambiar sus instintos.

Aquella tarde, cuando Connor hubo caído al suelo inconsciente, Atenea corrió en pro de él, por alguna razón, obviando el hecho de que había estado yendo en dirección contraria segundos atrás. Fuera quién fuese él, no podía haberlo dejado tirado después de llevarse a tal extremo por la causa que ambos compartían. ¿Impresionada o fuera de sí misma? No había sabido que pensar en aquel irreal momento, salvo que, Connor Bressler no podía ser alguien tan vil como había creído la noche en que perdió el conocimiento por su culpa.

¿Qué habría hecho otra persona en su lugar? Condenarlo, seguramente, por lo que hacía, echando al olvido todas sus buenas intenciones.

«No tanto ahora que tengo más experiencia.», había admitido en tono seco, inexorable, como no dándole importancia. Pero había algo en sus ojos que narraba una historia muy distinta. A todo ese sufrimiento acumulado con los años, de los animales en transitoria angustia a los que se enlazaba, decía haberse habituado. Fuera cierto o no, incluso en la costumbre más aceptada podían hallarse desdichas que hicieran sentir a alguien un completo desgraciado, hasta que sus propias lágrimas carecieran de sabor.

Atenea se rodeó las rodillas con los brazos, casi con la timidez de una niña por hacer la siguiente pregunta. La más insoportable de todas.

— Vamos, ya dilo — Él la apremió al ver que no se animaba.

— No quiero pensar lo duro que ha sido para ti vivir con ese poder. Fingiendo ser alguien que no eres por tantas personas que te colgarían o te quemarían en la hoguera por…

— Basta de eso, Atenea — interrumpió con una sonrisa plagada de complicidad. —. No soy un brujo.

De inmediato se percató de las palabras tan atrevidas que había elegido. El estrés y el cansancio de los últimos días le socavaban la mente como ninguna otra cosa. Lo observó, apenada, aguardando a que siguiera.

— Dádivas, nos llamaban los antiguos. Antes de que Dranova siquiera existiera. En tiempos mucho más simples, cuando la cultura celta regía estas tierras y el cristianismo no era más que una fruslería de ultramar.

¿Dádivas? — repitió parar ayudarse a tragar la pena. —. De la misma manera se refirió a ti esa criatura que nos encontramos.

— En aquel momento creí que era un animal, así que me mostré ante ella como lo hago con el resto… Solo que no esperaba que pudiese hablar al igual que nosotros.

— Debe haber más personas allá afuera como tú — especuló con entusiasmo. —. Personas capaces de controlar a los animales viviendo en estos bosques. De seguro te habrás topado con más de uno.

Sin embargo, él se mantuvo impasible frente a la posibilidad.

— Controlar a los animales no es lo que hago. En cuanto a haberlas… Podría asegurar que no. He escuchado de otros Dádivas, pero nunca conocido a ninguno.

— Entonces, si no los controlas, ¿qué es lo que haces?

Connor no respondió al momento. Vaciló, y contempló el fuego.

— Creí haberte dicho lo complicado que era de explicar — Hizo ademán de una mueca, pero al ver el interés de Atenea se dejó llevar. —. Comparto con ellos sensaciones, pensamientos, vivencias… Y de esa manera consigo persuadirlos para que hagan las cosas que deseo. Es como si estuviera conectado con la naturaleza y con todas sus formas, algunas más que con otras. Entre más arraigado esté un animal a sus instintos, me es más fácil hacerme con parte de su voluntad, sembrar una idea en su cabeza y modificar su comportamiento. Puedo llegar a forzar ciertas actitudes en ellos, pero no nos resulta nada agradable a ninguno. No son marionetas que pueda manejar a placer.




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