Bestias de la Edad Oscura: Pandemónium

Ad Bestias

El fragor hirviente de ira con la que aquella Bestia los invocaba a la batalla había hecho enloquecer a su montura, de tal manera que no vio de otra que descabalgar y permitir que se fuese corriendo, desbocada. De lo contrario, lo habría arrojado al suelo a la menor oportunidad.

« Si no se trata del Rey, ¿quién si no? » Lo cierto era que, cuando se encontraba entre los celtas desconfiaba hasta de las moscas que pasaban volando. Cualquier malnacido habría osado traicionarlo con tal de alzarse como vencedor.

Trató de reunir a tantos espadachines y lanceros cuanto pudo, en su mayoría guardias preparados para socavar robos, violaciones y peleas de borrachos; otros eran incluso menos diestros, constituidos por celtas jóvenes o de poca monta y uno que otro brujo al que habían reclutado para pelear por la causa. Ninguno de estos últimos se había presentado a más batalla que a la que libraban contra un trozo de pollo en la mesa o una competencia de bebida.

Sin embargo, el lord quien los comandaba era cosa aparte. O al menos era lo que este se repetía en momentos en los encabezaba a casi un centenar de soldados en contra de… de aquello.

Había encarado a Léviathan con una espada en manos, y a diferencia de muchos otros, había vivido para contarlo. Y sin restarle importancia a otros méritos, no se había curtido como noble señor contando monedas ni haciendo favores a las personas indicadas. Todo lo que albergaba en su haber se lo había ganado con esfuerzo y estrategia.

No había dirigente más capaz en aquel bando, se remarcaba cada vez que de entre los edificios se hacía escuchar un estruendo que bramase incontables veces más atroz que las aguas rompiendo contra la costa; espantoso como una garganta que agrietase el cielo con su voz.

Algún que otro desdichado se les unió en el camino, y no precisamente por voluntad propia. A los hombres que se encontró corriendo en dirección opuesta, los detuvo a punta de espada, les tendió un arma y a fuerzas los colocó en la vanguardia como carne de cañón. No era tan estúpido como para darles la espalda. Si los celtas y brujos que llevaban con él unas semanas constituían una lealtad cuestionable, aquellos últimos reclutas eran el colmo de la alevosía. Pero no le quedaba más remedio.

— Sea quien sea ese, muchacho — le dijo a modo de palabras de aliento a un brujo, cuyas manos temblaban tanto que daba la impresión de que se le caería la lanza en cualquier momento. —, es imposible que haya recibido el Ritual de Dominio. Solo los druidas han conservado ese conocimiento en estas tierras. No puede liberar a la Bestia. — Estuvo a punto de exigirle que difundiese a voces aquel discurso barato a sus compañeros, cuando resolvió reunir el suficiente aliento para hacerlo por cuenta propia.

Alguien clamó para que esperasen el apoyo de la nueva Reina y sus esbirros, pero el lord comandante se negó. Ya había tenido suficiente de ella, de su demencia histérica y de sus sandeces de niña.

« Una estocada. »

— Una estocada de lleno en el corazón y será historia. ¿Me escucháis? Una estocada bien dada. — « Una estocada. Eso será suficiente… ¿Verdad?»

Más adelante, a medida que los estruendos de la beligerancia comenzaban a llegarles con más fuerza, vio la duda reflejarse en los rostros de sus hombres.

— ¡No lo olvidéis! Una Bestia sin ritual es poco más que un hombre cualquiera. Podemos contra eso. Nosotros somos más — les estaba diciendo, cuando una ligera neblina espoleada por el viento los fue rodeando con su manto —. Cien novísmos de oro a quien le de muerte al Demogorgón. Cien de plata a quien preste su ayuda. ¡Matadlo y os haré ricos!

Existía la pequeña posibilidad de que aquello hiciese que se mataran los unos a los otros una vez hubieran acabado con la Bestia, pero no podía impórtale menos. El fin de su cometido justificaba los medios, se decía a sí mismo comúnmente. No había forma en la que concibiera una vida sin todo lo que deseara y arriesgase hasta el momento. La muerte o la victoria eran sus únicas salidas.

Un grito desgarrador, inhumano sacudió el aire. Y la vanguardia de su compañía echó raíces allí donde se encontraba, una vez les brotó el pavor en las entrañas. Los que venían detrás los imitaron, él incluido, como si les hubiesen robado el vigor y los deseos de batalla de un soplido descomunal. Aguantó la respiración.

— ¿Poco más que un hombre cualquiera? ¿Escucháis eso, mi lord? — preguntó Adam Radnor, tan acobardado como molesto, apuntando con su espada al origen de aquel rugido que se escondiese entre las calles cercanas.

El lord comandante advirtió el miedo en sus ojos, y sintió deseos de matarlo allí mismo. Su cobardía no traería más que discordia al grupo.

« No puede. No es posible », repasó en su mente, mientras hacía oídos una vez más a la vehemencia de aquella Bestia de mil infiernos.

No había manera de que no fuera un Demogorgón. El rayo de luz gigantesco que había ascendido al cielo un minuto atrás era el heraldo que se describiera durante siglos como el resurgimiento de una nueva Bestia. Pero al mismo tiempo era impensable que se tratase del Rey. ¿O acaso había perdido el control? Porque era demasiado pensar que él o alguien más los traicionase.

Era sabido que, sin el debido Ritual de Dominio, a un Demogorgón no le era posible convocar a la Bestia que yacía en su interior. Era sabido por todos los límites de una Bestia Inarmónica, como la hacían llamar; un hombre con solo la potestad de unos pocos. Y no de mil soldados. Algo sobrehumano, pero a lo que se le podía dar muerte todavía.




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