Hacía frío. Como si el invierno se hubiera adelantado con una ventisca de un cielo plagado de nubes.
— Hace cientos de años, antes de la Revuelta de los Famélicos, este era el cruce fronterizo entre Dranova y White Kingdom. Todo lo que se alcanza con la vista estaba en posesión de la familia Black, la antigua…
Atenea lo interrumpió con gesto engreído.
— Ya lo sé, ya lo sé. La antigua monarquía que fue desbaratada por el hambre de su pueblo. Hasta aquí llegó la expansión de su imperio joven, y estas montañas fueron nombradas en honor a la Dinastía Imperial de los Black. Luego, Dranova recuperó terreno pacíficamente, cuando los White subieron al trono. Modificaron el nombre de su reino, pero no el de estas tierras que ya no les pertenecían — Se encogió de hombros. — ¿Qué? No eres el único que ha leído un libro.
El nombre le venía como anillo al dedo.
La cordillera de montañas del condado de Black Mountains era un páramo baldío, gris e inclemente donde el follaje crecía agonizante y mustio. La floresta era casi inexistente y la fauna, en donde quiera que estuviera, hostil y dura como el acero. La gruesa bruma blanca entorpecía los ojos con espantosa facilidad en algunas zonas, y en particular inquietaba el pecho ante la pendiente lúgubre de los barrancos.
— Por como observas este lugar — continuó Atenea. —, deduzco que ya has estado aquí. Apenas hay duda en tu mirada.
— En dos ocasiones. Ninguna por mucho tiempo.
En labios de Atenea, las historias de terror que a sus oídos habían llegado no le hacían justicia a aquel umbrío y consumido paraje. Y según dejase ver, un escalofrío la sacudió e hizo que su piel sin vello se erizara. En cuanto a Connor, su serenidad era una mera actuación. No podía permitirse demostrar ninguna expresión indebida. La menor de ellas podría hacer que la poca seguridad que Atenea había puesto en él se derrumbara, por cuanto los suplicios de Black Mountains batían el corazón de pesar y revolvían el estómago.
Por tal motivo y a modo de consuelo, se giró para observarla mientras ella no quitaba ojo del ambiente.
Atenea lo había llevado hasta un riachuelo para limpiarle la sangre blanca y roja, días atrás. No lo olvidaría nunca. De rostro preocupado y manos nerviosas. Allí esperó ella, a su lado durante horas, hasta que Connor despertase del agotamiento y del letargo. Gracias a las memorias de Wyke, pudo conocer que de vez en cuando se inclinaba hacia él para asegurarse de que tuviera pulso y respiración.
Quién iba a pensar que se convirtiese en tan grata compañía.
La yegua alazana se encontraba inquieta a tal punto que resopló con ardor. Retrocedió unas cuantas pisadas, como queriendo acentuar su mal augurio. Wyke al verla, hizo lo propio, mientras trataba de sacudirse el miedo.
— Te entiendo, amigo. Pero no podemos dar la vuelta — Le acarició el cuello al animal, y lo puso en marcha con voz firme. —. No puedes volver a casa todavía. Debes llevarnos más lejos. Después regresarás, aguardando a que vaya por ti.
A su espalda, el sendero por el que habían ascendido estaba alfombrado por un manto de césped verde y castaño. A medida que su vista se alejaba de las faldas de la cuesta, la hierba se avivaba cada vez más. Y varios metros más allá, la espesura gallarda de un boscaje de pinos y fresnos se había detenido abruptamente en una franja que parecía invisible y que indicase el final de tan hermoso andurrial. Por extraño que fuese, la naturaleza daba señales de no haber querido cruzar aquella línea con algún árbol, raíz u hoja.
Atenea acabó por seguirlos, subyugando sus propios temores y los de su montura.
— ¿Qué es ese olor? — empezó tiempo después, arrugando la nariz. —. Es horrible.
— ¿Qué no estaba eso en los libros que dices que has leído? — Connor fingió una sonrisa, haciendo acopio de una confianza que no poseía. Estaba casi tan nervioso como ella. —. Son los gases que emana la tierra de este lugar. Infértil sería una palabra que se quedaría corta para definir al terreno, pero bajo tierra la cosa es distinta. En las cavernas y redes de túneles bajo nuestros pies hay todo un ecosistema vivo: plantas, hongos, animales bioluminiscentes y todo lo demás. No soy ningún experto, pero por algún motivo, cuando los gases de allá abajo ascienden y se filtran entre las rocas y minerales… Intoxican a todo lo que encuentran en la superficie. Lo leí de un Intelectual que vino hasta aquí para realizar experimentos. — Se regodeó con otra sonrisa — « Ni loco le diría que el hombre murió poco después.»
— Un momento — se alarmó ella. —, ¿lo que estamos respirando es tóxico?
A su alrededor, los pocos árboles que echaban raíces entre las colinas eran irreconocibles; de aspecto raquítico; una maraña moribunda de ramas casi sin hojas. Hacia el norte, a donde se dirigían, las montañas se congregan una detrás de otra; cada una más alta e igual de ennegrecida que la anterior; percibiéndose como una lúgubre y gigantesca escalera que llevaba a un cielo sin nubes ni dioses.
— Lo fue para ese proyecto de árbol que está allá — señaló con un dedo. —, o para aquel otro. Brotaron desde antes que naciéramos, toda una vida. Sí, están enfermos, pero a nosotros no nos pasará nada, si solo estamos unos cuantos días en estas montañas. — « O eso creo.»