Bestias. El renacimiento de la raza

Prólogo

En las montañas del norte de Mileria.

El silencio nocturno era inquietante. Los nervios estaban al límite, y con cada segundo la tensión creciente los llevaba a un punto de ebullición. Esperaban. La paciencia se había convertido en una rareza para estos seres, que se encontraban en la montaña con un propósito específico. En la oscuridad, apenas visibles, dos figuras cuyas siluetas apenas se distinguían de las humanas permanecían inmóviles, anticipando un suceso que estaba a punto de ocurrir. La cabaña que había captado su atención era la única en un radio de dos kilómetros, y más allá del círculo imaginario que habían trazado, sus secuaces esperaban el milagro que era vital en su lucha contra la extinción.

Dentro de la cabaña, había dos personas, claramente humanas. Una curandera, quien había superado hace tiempo la edad media de vida, se inclinaba sobre el cuerpo extendido de una joven. Compadeciéndose de la suerte de una criatura tan joven, la curandera entendía, por experiencia en estos casos, que la muchacha no sobreviviría a la noche. Era un parto difícil para una criatura tan joven, el niño viviría, pero la madre...

Un grito que desgarró la oscuridad nocturna los puso en movimiento. Los seres avanzaron hacia la cabaña, cruzando decididos el umbral entre la oscuridad y la luz que emanaba de la habitación de la parturienta. Sin prestar atención a la joven, las dos figuras se dirigieron a la curandera, quien sostenía en sus brazos al recién nacido.

—¿Qué es?

Durante los últimos veinte años, la anciana se había cruzado en múltiples ocasiones con estos seres que llenaban el vacío de su cabaña en las montañas. Bajo su cuidado habían nacido diecisiete bebés, cuyos padres eran estos mismos seres, y ninguna de las madres había sobrevivido. La mujer sabía poco sobre ellos, aunque la experiencia le daba una vaga idea de la naturaleza de estos visitantes. En apariencia, no se distinguían mucho de los humanos: su estatura rondaba los dos metros y sus rasgos eran comunes. Pero el tiempo le había suscitado dudas sobre su verdadera esencia. Había algo en ellos que inspiraba terror. La miraban como si fuera un insecto diminuto, algo que podían aplastar sin esfuerzo. Eran la encarnación de la altivez, superiores a ella y, al parecer, indiferentes a todo lo que ocurría en la cabaña, incluso a la muerte reciente de la mujer que acababa de dar a luz. Esa indiferencia evocaba en la anciana pensamientos sombríos sobre la falta de alma de estos seres.

—Un niño —murmuró la anciana.

—¡Maldita sea! —La decepción en la voz de los seres dejó a la curandera petrificada.

La mujer se quedó inmóvil, temiendo atraer la atención hacia sí y provocar la ira o el odio de las entidades.

Uno de los seres tomó al bebé de los brazos de la anciana, tiró la manta en la que estaba envuelto y, colocando el pequeño cuerpo del recién nacido boca abajo, comenzó a palpar su columna vertebral en busca de algo. La curandera no comprendía sus acciones; era algo que se repetía en cada nacimiento.

—¿Nada? —preguntó el segundo ser.

—Nada.

—Entendido. Otro fracaso. Los recursos de esta tierra se han agotado. La última mujer capaz de dar a luz ha muerto.

—Sigamos adelante.

Sin prestar atención a la anciana, los seres intercambiaron unas pocas palabras y, con el bebé en brazos, se retiraron del lugar, dejándola, como siempre, en una confusión silenciosa.




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