El despertador sonó con puntualidad y Jay abrió los ojos, desperezándose sin prisa. La habitación estaba bañada por la luz tibia del sol que entraba por las persianas. El aire olía a limpieza y calma.
Desde la cocina llegó la voz de su esposa Lilith, dulce y cantarina:
—¡El desayuno está listo, amor!
Él se vistió rápido: remera blanca, jeans y una camisa abierta azul. Bajó las escaleras y la vio de espaldas, cocinando. El vapor se elevaba en columnas suaves desde la sartén.
Cuando él se sentó, ella giró y puso el plato frente a él. Luego sirvió la comida para su hija. La niña jugaba con una cuchara, riendo para sí misma.
—¿Papi, me vas a llevar a ballet hoy? —preguntó con ojos grandes.
Él sonrió y respondió:
—¿Te lo prometí?
—¡Sí! —dijo ella, cruzando los brazos—. Dijiste que, si me portaba bien, me ibas a llevar.
Él rio y le revolvió el cabello.
—Está bien, princesa. Pero vas a tener que esperarme un poco en la escuela. Hoy tengo que arreglar el auto.
Ella asintió y volvió a jugar con la cuchara.
Lilith se sentó frente a él, su sonrisa cálida y tranquila. El cabello suelto y un maquillaje sencillo que realzaba sus ojos.
Terminaron de comer y se prepararon para salir. La niña fue por su mochila y Lilith se acercó para darle un beso en la frente a su esposo.
—Que tengan un día hermoso —dijo con dulzura.
Él asintió, acarició su mejilla y salió por la puerta. El cielo estaba limpio, sin una