El motor del Dodge Charger ronroneaba con ritmo constante mientras Jay conducía rumbo a la escuela. La luz del sol de la tarde se reflejaba en el parabrisas, proyectando destellos tibios sobre el tablero. Afuera, la ciudad parecía dormida, inmersa en una quietud casi artificial. Todo era normal. Bastante normal.
De pronto, un sonido seco y agudo estalló en su oído. Como un disparo lejano. Bastó para hacerlo parpadear, tensar las manos en el volante y soltar una exhalación breve. Por un segundo, desvió la mirada del camino.
Una figura con chaleco reflectante agitaba los brazos desde el costado de la calle.
—¡Señor, deténgase! —gritó el oficial de tránsito, señalando el paso peatonal.
Jay frenó de golpe. El auto dio una pequeña sacudida. Un grupo de niños, con mochilas a la espalda, cruzaba la calle delante de él. Sintió un nudo en el pecho.
—Disculpe… me distraje —dijo, bajando la ventanilla mientras el agente se acercaba.
El oficial lo miró con una mezcla de molestia y sospecha.
—Solo preste atención, ¿sí? —gruñó antes de girarse otra vez hacia los niños.
Jay asintió, apretando los labios.
Cuando los últimos chicos terminaron de cruzar, volvió a poner el auto en marcha. Soltó una leve sacudida con los hombros, como intentando espantar algo invisible, y siguió su camino.
Pero el sonido seguía resonando en su cabeza.