El motor rugía con un sonido extraño, como si arrastrara una carga invisible. Jay apretaba con fuerza el volante, los nudillos blancos, mientras la ciudad a su alrededor se deformaba, ondulaba y respiraba a un ritmo extraño. Los carteles luminosos brillaban con una luz enfermiza, y las sombras parecían deslizarse sin depender de sus dueños.
—La calle está demasiado vacía —murmuró para sí.
En otro punto, Lilith, aún luchando contra la angustia y con las pocas fuerzas que le quedaban, entrelazó las manos y conjuró un hechizo. Su magia se extendió como un susurro invisible, tocando las mentes de los habitantes, guiándolos en la búsqueda de Jay.
Mientras tanto, Jay observaba la ciudad: era silenciosa, casi contenida, como si esperara despertar en cualquier momento. Pero el silencio se rompió pronto; una patrulla apareció a toda velocidad, acercándose sin darle tiempo a alejarse.
Sin otra opción, Jay frenó. Los policías bajaron del vehículo y golpearon la ventana.
—¿Hay algún problema, oficial? —preguntó Jay, con voz medida, consciente de que la tensión podía estallar en cualquier instante.
Uno de los policías ordenó con firmeza:
—Baje del vehículo.
Jay obedeció, sin apartar la mirada. En ese momento, otro oficial se acercó y dijo:
—Este es el sospechoso.
—El informe de la radio hablaba de un hombre alto y musculoso —añadió el primero—. Lo llevaremos a la comisaría, ahí se encargarán.
Jay fijó la mirada en el oficial y preguntó con calma:
—¿Tiene esposa e hijos?
—Por suerte, no —respondió el hombre.
Cuando el oficial se inclinó para ponerle las esposas, Jay actuó con precisión calculada. Un golpe seco en la tráquea, un rápido giro para sacar la pistola y dos disparos certeros: primero al que estaba armado, luego al otro.
La sangre tibia manchaba su cara; la punta del arma aún vibraba en sus manos. Por un instante, la sensación de haber matado fue tan real como en Medio Oriente, un recuerdo que su mente había procesado como una ilusión, pero que su cuerpo aún no aceptaba.
Después de ese breve momento de conciencia, guardó el arma y decidió alejarse a pie, buscando refugio para trazar un plan. Las tiendas estaban cerradas; evitó las calles principales y se adentró en los callejones oscuros.
Llegó a un punto iluminado por un neón violeta. Observó el lugar y pensó: Aquí puedo ver cómo resolver esto.
Sacó el grimorio, pero bajo esa luz nueva notó símbolos que no había visto antes en la tapa. Antes de que pudiera analizar más, la luz se apagó. Sin dudarlo, forzó la puerta y entró.
Para su sorpresa, estaba en una sucursal de venta de productos de iluminación. Buscó una lámpara entre los estantes y la encendió. Sentado en una mesa, dirigió la luz hacia el libro y lo abrió.
Lo que reveló fue un mundo oculto: líneas, símbolos, textos que emergían solo bajo aquella luz especial. Jay hojeó hasta el capítulo del conjuro y encontró nuevo texto, antes invisible. Leyó en silencio la importancia del tótem, entendiendo finalmente por qué su búsqueda había sido siempre tan esquiva.
Un escalofrío lo recorrió.
—No puede ser… —susurró, con la mente dando vueltas en ese descubrimiento.
Sostuvo el libro contra el pecho y salió al frío de la noche.
Afuera, la ciudad seguía distorsionándose, como una realidad a punto de romperse.