"Las... ¿qué?"
Tenía la maldita costumbre de levantarme dos horas antes de que suene mi despertador, cuando apenas amanece. Pero ya me había acostumbrado. Tanteé el aparato que se encontraba en mi mesa de noche. No quería que despertase a mi madre.
Mi nombre es Fayna Díaz. Mi madre y yo vivíamos en Nueva York desde que ella recibió una oferta por el trabajo. Pero yo sabía que nos habíamos mudado realmente por la muerte de mi padre, en ese accidente automovilístico.
Le he hecho la vida difícil luego de eso, pues en la escuela no me iba especialmente bien. Tenía TDHA y dislexia, lo que significa que era realmente mala en concentrarme y leer. En las únicas clases que destacaba eran atletismo y música. Sí, nada muy importante. Jamás iba a ser un prodigio.
Terminé de atar los cordones de mis zapatillas y caminé hasta la puerta. Bajé las escaleras, intentando hacer el mínimo ruido posible. ¿Sabían que morder su labio inferior ayuda mucho a concentrarse? Más en bajar las escaleras. Sí, bueno, aquel día no me funcionó. Tan solo a dos escalones del suelo, resbalé y caí con un golpe seco.
-Carajo.
De puntas de pie, aunque rápidamente, caminé hasta la cocina y robé dos tostadas de la mesa del comedor. Salí de la casa cuanto antes, para evitar que mi madre me vea. Si hay algo que ella odia, es que "no coma cosas sanas" y que salga sola de la casa.
Comencé a trotar sin rumbo aparente, apenas habían pasado quince o veinte minutos desde que había empezado a amanecer así que pasaban pocos y casi nada de autos por la calle. No había gente fuera aún y el ambiente era frío, todo tenía como un aura apagada.
Luego de tres cuadras, pasé frente a un callejón. Entonces lo recordé. Ahí siempre se encontraban dos chicas. Suponía que eran gemelas, porque eran idénticas. Desde hacía dos semanas estaban en el mismo lugar, a la misma hora. Me asustaban bastante.
Ambas eran hermosas, y tenían un par de ojos preciosos. Algo llamaba la atención en aquellas chicas, y sí, debía admitir que sería capaz de coquetear con ellas. Pero siempre que comenzaban a acercarse, algo me decía que debía escapar. Eran peligrosas.
Pero aquel día, ellas no estaban allí. Algo andaba mal, definitivamente. Y despertó mi curiosidad. Di mi recorrido de siempre, unas veinte cuadras y volví por el mismo camino. Sin embargo, quince minutos después, ellas seguían sin llegar.
Decidí entrar en el callejón. Hice unos cincuenta metros por el largo y profundo pasillo, y doblé hacia la derecha. Un olor repugnante se coló en mi nariz e incluso provocó que comenzara a toser. Era horrible, y por eso sabía que tenía que continuar. Dibujos en aerosol en las paredes, fogatas, preservativos usados, basura. Un lugar espantoso.
Giré a la izquierda y continué, más de lo mismo. Llegué al final del enorme pasillo y nada, realmente nada. O eso creía, hasta que se intensificó repentinamente.
-Pero, ¿que...?
Me agaché para mirar el humo que salía por una rejilla en el suelo. Hacía un sonido extraño también. Entonces alguien tocó mis hombros. Dos manos sobre ellos. Me incorporé rápidamente pero unas voces hablaron, antes de descubrir quiénes eran.
-Mira, London. Tenemos una hermosa semidiosa aquí.
Quedé paralizada, pero ellas caminaron hasta quedar a mi vista, sin quitar sus manos de mis hombros. Tragué saliva, no sabía que me harían ni a que se referían.
-Paris, es increíble –Dijo con emoción la chica de la derecha-. Es la semidiosa más madura que hemos encontrado, la mayoría no pasa de los doce años...
-¿A que sabrá?
No sabía si era el miedo o el hecho de que ambas tuvieran ojos hechizantes, pero no me animaba a hablar. Casi temblaba y quería correr, pero algo me lo impedía.
-¿Qué te parece si vienes con nosotras, mestiza? Te cuidaremos muy bien...
La chica de la izquierda comenzó a bajar su mano por mi brazo y, por el rabillo del ojo, examiné sus movimientos. Por alguna razón, todos mis movimientos eran lentos, estaba como hipnotizada. Miré a la muchacha y la de la derecha aprovechó para deslizar su mano hasta mi cuello. Lentamente la miré a ella y me sonrió deforma pícara.
-Yo... -Fue lo único que pude pronunciar.
-Entrégate.
Era cómo una orden para mi cuerpo. Mi piel se puso de gallina y sentí mi sangre arder de manera repentina. La muchacha que, al parecer, era Paris miró a la otra chica y sonrió también. Bajó su mano hasta la mía y acercó mi muñeca a su boca. Clavó su diente en mi carne y en mi piel un corte profundo. Hice una mueca de dolor.
-Sh, cariño. Ya casi termina.
Algo me impedía apartar mi brazo, como si fuera una fuerza que me obligaba a obedecer. London le pasó un frasco de vidrio pequeño a la chica de la izquierda y ella la acercó a la herida. ¿Qué harían?
Paris levantó aún más mi muñeca, junto con el frasco, y la sangre comenzó a brotar. Acercó su rostro al frasco y sus pupilas se agrandaron, se lamió los labios.