Bicolor

Capítulo 1


Las verdaderas historias de amor nunca se cuentan en tres días.

No se llevan bien con los filtros de fotos ni acaban en un auto descapotable en una carretera solitaria. A veces solo acaban y luego se recuerdan a ratos, hasta que solo queda una colección de momentos.

Las historias de amor que perduran con mayor frecuencia son las que entablamos con nuestra familia, con nuestros amigos o nuestras mascotas. Incluso con nosotros mismos. Pero casi nadie te habla de eso.

Lo cierto es que hubo costuras demasiado frágiles en el camino; vimos rodar nuestra juventud como bolas de nieve en una montaña sembrada de nostalgia. En ese entonces, yo lo di todo por perdido. Y lo cierto es que nos perdimos. Pero así tenía que ser: tuvimos que perdernos para conseguir reencontrarnos.

Sin embargo, Félix me dijo una vez que nada que valga realmente la pena es fácil. 

Y ese es, tal vez, el verdadero camino que emprendemos a casa.

 

15 años atrás...

 

 

LUCAS

 

—Qué azul tan desteñido eres, ¿no puedes ser como tu hermano? ¡Casi perdemos por tu culpa!

Había empezado a escuchar ese tipo de cosas sobre mí desde que tenía doce años: que me faltaba la inteligencia característica de los azules, que no era digno de mi color, que por qué hablaba tan bajo.

Y así constantemente, hasta que yo quería desfallecer del puro asco social. 

—Oye, desteñido, ¿acaso no nos escuchas?

"Desteñido" era una forma despectiva para referirse a las personas de tonos claros o a aquellos que, como yo, carecían de las cualidades que se esperaban de mi raza, de mi color de nacimiento. 

Me tenían francamente podrido.

—Si los escucho —mascullé—. Es solo que...

Me callé de golpe, incómodo e inquieto bajo el peso de sus miradas azules. Odiaba que se sintieran con el derecho de exigirme cosas que yo no podía hacer. Y por un momento sentí el irrefrenable impulso de gritarles a mis involuntarios compañeros de equipo que no era mi culpa ser biológicamente alérgico a los deportes y que podían irse derechito a la mierda.

Maldito ramo de educación física.

Observé aliviado cómo comenzaban a alejarse de mí. Todos eran azules, por supuesto: siempre te agrupaban por color cuando tenías que formar equipos en la escuela. Y después de fallar tres veces el tiro del balón esa mañana, mientras competíamos con los rojos y los amarillos en las canchas, empecé a preguntarme si sería tan cierto eso de que las miradas no podían matarte.

Ramiro Garcés se devolvió entonces, solo para darme un ligero empujón con la palma abierta en el pecho. Trastabillé un poco sobre el cemento mojado por la aguanieve.

—¡Oye...! —me quejé. 

Él torció la mitad de la boca.

—Avergüenzas a tu raza, Morel. ¿Por qué no te haces la cirugía y te vuelves amarillo? —Se rió de mi expresión. Luego hizo un gesto con la cabeza para apuntar a Félix Solís, que comía un pan sentado a algunos metros de nosotros—. Te quedaría mejor.

Solís también se había ganado todos los reproches de sus compañeros esa mañana. 

Pero a diferencia de mí, que realmente traté de poner todo mi empeño para no cagarla, él se había limitado a caminar perezosamente por la cancha, ignorando por completo los gritos de la profesora y de los demás, como si quisiera perjudicar a propósito al equipo amarillo.

Luego se había sentado en el suelo, apoyándose contra el muro, mientras observaba cómo lo reprendían articulando una expresión burlona y apática.

—¡Solís, te estamos hablando!

—Claramente lo están haciendo —repuso él con brusquedad. Luego alzó la mano y añadió con la boca llena: —Mejor ha'gblen con mi palma y déjenme comer, caramierdas. 

Le encantaba usar insultos con la palabra "mierda".

Una de las chicas se amarilló intensamente. Por un momento pareció que iba a darle al otro una patada, hasta que algo en la mirada de Solís la hizo turbarse y retroceder, asustada. Al final lo dejaron en paz y él se quedó comiendo su colación.

Lo miré atónito. 

A ese muchacho jamás parecía afectarle nada. 

Tal como al resto de la clase, yo no me sentía cómodo a su alrededor. Tenía mal genio y a veces se peleaba con chicos mayores que él; su reputación de buscapleitos empeoró desde que empezaron a acusarlo de ser un ladrón. Se decía que que sus frecuentes citas con la psicóloga escolar las realizaba para controlar una incipiente psicopatía. Siempre iba encapuchado con aquella sudadera azul, como si tratara de llevar la contraria al mundo, y a veces yo descubría un brillo casi salvaje en sus ojos.                    

Nadie lo soportaba.

Por mi parte, no sabía qué creer. Pero me bastó chocar con él una mañana, cuando salía del baño, para darme cuenta de que lo más sano era mantenerse a buena distancia de su sombra.



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En el texto hay: romance, lgbt, bisexual

Editado: 02.09.2020

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