Bicolor

Capítulo 7

 

LUCAS

 

 

Amaba a mis padres, de verdad que los amaba. Pero un día descubrí que no los entendía. Ni ellos a mí. Hablas el mismo idioma, vives en la misma casa y recuerdas, con nostalgia, haber sido arropado por ellos, haber recibido cariños y palabras tiernas. Recuerdas ciertos consejos.

Y entonces todo eso se diluye.

La familia es como un archipiélago de islas de diferente tamaño. Sin embargo, en algún irremediable momento, esas islas empiezan a alejarse. Se pierden océano adentro.

O acabas transformado un globo volando sin rumbo, trastabillando en el cielo.

Mi madre, una mujer reservada y trabajólica, era jefa en una firma de contadores auditores de gran prestigio. Vivía con la nariz metida en sus números, en sus papeles y calculadoras. A veces intentaba ponerse al día con nosotros, con sus hijos, con su esposo y su madre, pero era como si siempre corriera dos pasos por detrás. A veces, yo podía sentir su frustración en oleadas; su culpa por no ser lo que esperábamos de ella, su constante sentimiento de culpa.

Mi padre, arquitecto de profesión, odiaba su trabajo, pero jamás lo decía. Para remediar ese vacío, dedicaba sus horas libres a pescar y salir con sus amigos. Era más cariñoso y paciente que mi madre, pero demasiado impredecible. Yo había salido a él en ese sentido; nunca podíamos confiar en su palabra. Las promesas de nuestro padre eran como dados lanzados al aire.

Leo y él solían pelearse con frecuencia, a gritos en el patio trasero. Al menos una vez por semana. Si no lo iniciaba uno, lo hacía el otro.

—¿Por qué te comportas como un bicolor? –escuché gritar a papá la semana anterior.

—Deja de meterte en mi vida. Yo no te digo nada cuando te pasas con las cervezas, ¿no?

—Me meto porque vives bajo mi techo, bajo mis reglas. ¡Quítate eso, Leo!

Mi hermano se hizo hacia atrás, torció una sonrisa petulante y pasó por su lado sin hacerle caso, ignorándole, como siempre hacía. Era muy consciente de que eso lo enfurecía. Y sabía también que tanto mamá como papá eran de carácter pusilánime; podían gritar mucho, pero nunca nos habían levantado una mano, nunca habían conseguido moldearnos. En el fondo, eran incapaces de lidiar con aquello que les resultaba diferente.

Creo que les dábamos miedo.

No les gustaba que Leo usara ropa negra ajustada y pearcings en las orejas. Esa era, en palabras de mi padre, una costumbre de bicromáticos, de bicolores; gente que sentía atracción por colores opuestos. En mi familia, todos eran bicromofóbicos. Mis tíos, mis primas..., absolutamente todos.

Pero yo no sabía qué pensar.

Me faltaba la pasión de Leo, me faltaban las convicciones de mi padre y la disciplina laboral de mi madre. Yo era, junto a mi abuela, como el globo de un cumpleaños que ya había pasado de moda. Un globo que se desechó tras las primeras horas de diversión.

Esos globos que ruegas que te compren cuando visitas una feria. El globo es genial al principio; admirarás su brillante color, jugarás con él un rato. Pero dejará de ser interesante cuando aparezca otro juguete mejor al cual prestar atención. Luego el globo se quedará solo, flotando en la esquina de tu habitación, haciéndose más pequeño y arrugado con cada día que pasa.

Pronto, ese globo no será más que la cáscara de plástico de lo que un día fue, sin la magia y la energía que lo había mantenido a flote.

"Tú no eras así antes, Lucas"

Ese globo soy yo.

~~~~

Levanté los ojos de mis cuadernos de biología cuando escuché el sonido estrepitoso de un vaso de vidrio al caer al suelo. Los trozos quedaron desperdigados en medio de mamá y mi abuela; la primera respiró hondo, conteniendo palabras inadecuadas; la segunda se quedó con la mirada perpleja y perturbada, como alguien a quien despiertas de golpe durante un sueño profundo.

—Mamá, apártate de ahí, por favor. Déjame limpiar esto –suspiró mi madre con suavidad mientras se agachaba para recoger los pedazos rotos del vaso. Pero mi abuela no se movía. La miré con tristeza.

—Abu... —comencé, levantándome. Pero su grito me detuvo:

—¿Por qué tiras las cosas de mi hija?

Al decirlo, miró a mi madre y la apuntó con un dedo tembloroso.

—Fuiste tú quien dejó caer el vaso, mamá.

—¿Mamá? –repitió.

—Sí, mamá. Tú eres mi mamá y yo soy tu hija.

—No, no... —Mi abuela sacudió la cabeza, pasándose una mano frágil por su rostro arrugado. Sus ojos eran el espejo mismo de la angustia reflejada; sus cabellos blancos, ensortijados, le daban a su expresión un aspecto de ligera enajenación—, mi hija es mucho más jovencita... le gusta hacerse trenzas. ¿Marta?

Mi madre apretó los labios y los puños. Empezaba a perder la paciencia.

—No, mamá. Yo soy Ingrid. Marta no está con nosotros.

—¿No está?

La situación no era inusual en mi casa. Pero seguía siendo dolorosa de ver.

—Por favor, no le digas... —comencé, pero mi madre alzó la mano, pidiéndome que no interfiriera; sus ojos eran dardos. Ojos cansados. Estaba harta.

—Ayer me volviste a preguntar lo mismo.

—¿Dónde está Marta? –preguntó mi abuela.

—¡Muerta, mamá! ¡Marta se murió cuando tenía diez años! Ahora, por favor, déjame limpiar y... y solo vete, ¿está bien?

Una rabia caliente comenzó a burbujear dentro de mí al ver la expresión devastada de mi abuela, que se llevó ambas manos a su boca, sacudiendo la cabeza. Me puse delante de ella, pisando algunos de los trozos de vidrio.

—¡No le digas esas cosas! –grité—. ¡No la trates así!

Los ojos de mi madre eran atribulados, pero aún rabiosos. Podía entender su cansancio y su frustración, pero mi abuela no tenía la culpa.

—¡Siempre pregunta por Marta! ¡Me tiene cansada!



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En el texto hay: romance, lgbt, bisexual

Editado: 02.09.2020

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