Bicolor

Capítulo 9

FÉLIX

 

 

—Félix, por favor, bájale a esa música. ¿Qué estás escuchando?

Me reí de ella, sin levantarme de la alfombra. Siempre me hacía gracia cuando Irene intentaba parecer mi madre. Vi cómo dejaba las llaves sobre la mesa mientras descorría la cortina. Aunque había dejado de nevar, el día estaba especialmente plomizo y la escarcha se adhería al cristal por los bordes.

Ziggy se encontraba en su jaula. La puerta siempre estaba abierta para ella, pero a la rata le gustaba dormir ahí, arrebujada un calcetín de lana viejo. Solo podía verse su nariz amarilla y sus bigotes.

—Insomniac –Mi cabeza baja y subía al ritmo del rock—. Empecé a escucharlos hoy. El Grillo me prestó algunos discos.

—El Grillo, El Grillo..., solo hablas de ese hombre.

—¿Vamos hoy o no?

—¿A dónde?

—Irene –mascullé, levantándome—, me dijiste que querías hablar con él antes de aprobar lo del trabajo. No te hagas la mensa ahora.

—Nunca te dije qué día.

—¡Irene!

—¡No me grites! –Me dio un pequeño golpecito en la frente con el dedo—. Ok, vale, iremos. Pero iremos mañana. Lo único que quiero ahora es darme una ducha y ver la tele. Tuve un día de mierda en la agencia.

—Se nota –refunfuñé mientras ella se quitaba sus zapatos con taco y los lanzaba con rabia al piso. Incluso los pateó. En ese tipo de detalles, ambos nos parecíamos mucho. Resultaba una hazaña para ambos que no nos hubiéramos matado el uno al otro hasta ahora.

—El estúpido de mi jefe no sabe nada, ni una mierda de nada. Ni sobre cómo dirigir un equipo de márketing digital ni de diseño publicitario. Quiero colgarlo de sus bolas y meterle su reloj caro por el culo.

—Karen dice que no debo imitar conductas violentas.

Alzó las cejas, empujándome un poco al pasar.

—No me importa.

—¡Cara mantequilla! –la insulté.

—¡Friki espinilludo!

La vi cruzar el pasillo y escuché el portazo de la puerta del baño. Bostezando, me eché sobre el suelo con el brazo sobre la frente, pensativo. A mi hermana nunca le había caído bien la psicólogo escolar.

Karen la había citado a menudo para hablarle sobre mí, y cuando salía de su oficina, su rostro se mostraba tenso, casi desdeñoso, a medias entre una mueca sarcástica y el resoplido de frustración.

—Amargada –murmuré.

Desde que Irene había conseguido trabajo en aquella agencia de publicidad –y pese a tener mejor sueldo ahora—, la veía cada vez más agotada y gruñona. A veces se quedaba hasta muy tarde trabajando en su computador portátil, garabateando diseños y gráficos en su agenda a la luz de la lámpara; murmuraciones entre dientes, suspiros profundos, ojeras incipientes que ocultaba bajo maquillaje.

Solo tenía veintisiete años. Debería poder divertirse de vez en cuando. Quizá echarse alguna novia o novio. Relajarse un poco, maldita sea.

Miré las fotografías que poblaban las paredes y me levanté del piso. En muchas de ellas, nuestros padres sonreían a la cámara. Irene se parecía a mamá. Pero nuestra madre no tenía el rostro tan cansado ni tan duro como mi hermana, aún con el doble de su edad. Me habría gustado poder recordar cosas sobre ella.

Y al pensar en eso, un sentimiento de culpa y remordimiento por ser una carga me envolvió de súbito.

Irene tenía diecinueve años cuando quedamos huérfanos. Se transformó automáticamente en mi tutora legal y tuvo que arreglárselas para seguir estudiando mientras trabajaba como bartender en un local nocturno. La recuerdo llevándome con ella a la universidad cada vez que podía y dejándome a cargo de una nana adolescente llamada Kathy cuando debía irse a trabajar durante la noche. Tuvo que congelar un año para usar parte del dinero destinado a sus estudios para pagar las deudas. Sacrificar su vida social y amorosa.

Nunca hasta entonces, había dimensionado todo lo que ella había hecho por mí. Observé las fotos y descolgué una, sosteniéndola entre mis manos. Mi hermana tenía trece años y yo era un bebé con rostro de extrañeza entre los brazos de papá. Irene se veía contenta y dulce con sus moños, ignorante del futuro que avecinaba para ambos.

Escuché sus pasos desde el pasillo.

—¿Qué pasa? –me preguntó, con la voz más suavizada. El baño parecía haberle hecho bien. Me volví hacia ella, aun sosteniendo la fotografía. Irene se había envuelto una toalla blanca y llevaba el pelo suelto y mojado.

—Te he causado muchos problemas, ¿no?

—Algunos cuantos –sonrió—. ¿A qué viene eso ahora?

—No quiero ser más una carga para ti.

Dejó de sonreír y se me quedó viendo con la boca entreabierta, como si no acertara a saber qué decirme. Durante unos momentos, sus ojos incluso exhibieron un brillo de pánico. Me apresuré a decir:

—¡No pongas esa cara, tonta!

—¿Y qué cara quieres que ponga si me dices eso?

—Me refiero a lo del trabajo.



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En el texto hay: romance, lgbt, bisexual

Editado: 02.09.2020

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