La peor cosa a la que Peter tuvo que enfrentarse en la vida, la hizo solo y en la sala de su casa.
May había salido con Happy, aún intentaban hacer funcionar lo suyo (al menos Happy lo intentaba), Ned había dicho de forma misteriosa que tenía planes (que era su forma “madura” de llamar a las chicas con las que quedaba por una noche) y MJ había quedado con su novio.
Estaba acostumbrándose a ese nuevo tipo de soledad. No es que fuera común, pero ser el único soltero en el quipo tenía ese tipo de contrapuntos. Peter se adaptaba rápido. Era camaleónico. Se adueñó de una parte específica del sillón de May, encontró la medida justa que tenía que tener el tazón de palomitas y perfeccionó al punto de la arrogancia la habilidad para pillar el control con una telaraña (esté donde estuviera) con los ojos cerrados.
Ni siquiera era tan tarde, pero ya había llamado al de las pizzas y era cuestión de minutos a que sonara el timbre que le informaría que debía hacer acopio de energías para enderezarse e ir por ella.
O eso se suponía. Ese era el plan.
Estaba haciendo zapping, en lo que dejaba que la app de selección aleatoria escupiera el resultado de la película ganadora que veía esa noche (dado que harto de intentar hacerlo por sí mismo se resignó a dejar que la tecnología aleatoria hiciera la parte difícil) cuando un llamarazo rojo lo hizo pulsar el botón de retroceder.
Se había pasado poco más de tres canales, dos segundos como máximo, pero ese tiempo bastó para que una sensación pesada se propagara por todo su cuerpo. La pantalla volvió a tener sus tonos rojos chillones y si no hubiera sido por el sonido urgente y tirante de los conductores del telediario, se hubiera podido escuchar como el control se resbalaba de su mano y se estrellaba contra el piso.
Nadie lo llamó. Por supuesto. Peter era un superhéroe, pero no uno registrado. S.H.I.E.L.D. Ninguna agencia de seguridad del país sabía quién era el chico bajo la máscara. Eso afirmaba su mentor, el cual, cabe decir, tampoco lo llamó. Pasó una hora sentado en la sala, con la vista fija y empañada por culpa de las noticias que se repetían en bucle y sin descanso.
Había pasado. Después de todo lo que pasaron, después de lo que casi les cuesta la pelea contra Thanos… había pasado.
Su mirada se quedó quieta sobre la tele, sobre las imágenes de la zona 0. Con veinte años, Peter tenía en claro una cosa: La guerra no estalló en ese momento. No era estúpido, sabía de sobra que habían pasado meses, quizá años, erosionándose la relación entre las demás naciones del mundo y Estados Unidos.
Y, no, nadie se tomó el trabajo de ponerlo al día.
Había rumores, claro. En la prensa ocasionalmente alguien decía que la cantidad de superhéroes que se instalaban en Estados Unidos empezaba a poner ansiosas a las otras naciones. El hecho de que los Acuerdos de Sokovia quedaran obsoletos cuando volvieron los renegados en la lucha contra Thanos no hizo más que alimentar el miedo.
En todos esos años, Peter había conocido a muchos, demasiados, superhumanos. Algunos eran mejorados excepcionalmente como Steve Rogers, otros productos del infortunio o la fortuita suerte, como él, pero había una nueva ola de personas, una ola de humanos con un genoma diferente y especial. Una mutación. No se hablaba mucho de ello, era un tabú en algunos círculos. ¿Cómo pasó? ¿Fue culpa de Thanos? ¿Fue culpa de los Vengadores por chasquear y chasquear con ese guantelete como si fuera un juguete? Nadie lo tenía en claro, nadie hablaba al respecto.
Algunos analistas decían que las leyes permisivas de Estados Unidos invitaban a cualquier persona diferente a venir al territorio. Se sabía que algunas naciones del mundo tenían un control más duro y férreo sobre sus individuos especiales. Algunas los reclutaban desde niños o desde el mismo momento de su accidente, y los llevaban a campos donde los agrupaban según sus habilidades y los forzaban a ser herramientas del estado. Otras los perseguían y los mataban. En la casa del tío Sam los dejaban vivir en libertad, sin tener que registrarse, sin pedirles nada a cambio.
Era una mentira, por supuesto. Siempre te pedían algo a cambio. Siempre había un Tony Stark, un Nick Fury, una Valentina Allegra De Fontaine o un James Rhodes que sabía tu nombre, tu dirección y donde encontrarte a cada momento del día. Conocían el nombre de tu familia y qué era lo que te hacía especial.
Y tú podías creerte el cuento de que eras libre. Podías entrar al país, ver aquella hermosa estatua y tragarte la mentira, hasta que alguien tocaba tu puerta y sabías la verdad: no eras libre de hacer lo que quisieras; eras una herramienta. Una que disponía de su vida, en tanto y en cuanto no resultaras necesario. Y eso, pese a que era triste, era mucho más de lo que algunas naciones te ofrecían a cambio.
Claro que con Tony Stark a cargo de S.H.I.E.L.D. no se hacía un abuso de ese poder. Las herramientas eran tratadas con el respeto y el cuidado que solo un ingeniero mecánico podía dar. Eras llamado solo si no había más remedio y jamás usado indiscriminadamente, no se esperaba que te rompieras en el proceso. Se pedía cierto tipo de entrega, pero no se esperaba que tu vida formara parte del trato.
Por eso venían a Estados Unidos, porque la promesa de tener una vida era, en un ochenta por ciento, real y factible. Pero las demás naciones no lo tomaron a bien. No les gustaba lo que eso hacía con el equilibrio mundial del poder.