El año nuevo trajo consigo la promesa de un nuevo comienzo, pero para Rose Devereux, no era más que el fin de todo lo que conocía. Su vida en la ciudad, las luces, la comodidad, sus amigos y Max, todo quedaba atrás mientras su madre la arrastraba de vuelta a Springvale, el pueblo donde creció y que ahora se convertiría en su prisión.
La casa a la que se mudaban era una típica casa de pueblo, con un gran porche delantero rodeado de una baranda blanca, una puerta de madera pintada de azul y contraventanas enmarcando las ventanas. El tejado a dos aguas y el columpio colgado en un costado del porche completaban la imagen de un hogar sacado de una postal antigua. Su madre la miraba con una mezcla de nostalgia y emoción, recorriendo con la vista cada detalle como si estuviera volviendo a abrazar un viejo recuerdo. Los pisos de madera crujían bajo sus pasos cuando entraron, y el aire tenía un aroma a hogar, a recuerdos pasados, casi olvidados, a historia...
—No es solo una casa —dijo Syra con una sonrisa melancólica—. Es nuestro hogar, Rose. Siempre lo fue.
Rose no compartía su entusiasmo. Para ella, solo era un recordatorio de lo que había perdido.
Cogió su maleta y la arrastró escaleras arriba hasta su nueva habitación. Era más grande de lo que recordaba de su infancia, con ventanales que daban al jardín trasero y una cama cubierta con sábanas blancas recién puestas por su madre. Se dejó caer sobre el colchón con un suspiro, observando las paredes desnudas que pronto llenaría con sus propias cosas.
Abrió su bolso y sacó su portátil, decidida a llamar a Max. Necesitaba escuchar su voz, sentir que su mundo no se había reducido a este pueblo olvidado. Encendió la pantalla y marcó el número, esperando que respondiera al otro lado.
—El pueblo es exactamente lo que imaginaba —dijo Rose, mirando por la ventana de su habitación—. Calles tranquilas, casas con jardines bien cuidados y una tienda en la esquina que parece sacada de otra época.
Max se encogió de hombros al otro lado de la pantalla.
—¿Y la casa? — Preguntó sin muchas ganas.
—Grande. Demasiado espaciosa para mi gusto. Tiene un porche enorme y contraventanas azules. Mamá está encantada, no deja de hablar de todos sus recuerdos aquí.
—Parece importante para ella —comentó Max, sin mucho interés.
Rose suspiró.
—Sí, supongo que sí. —Cambió de tema rápidamente—. Podemos hacer videollamadas todos los días después de clase, ¿no?
—Sabes que tengo entrenamiento —respondió él, evitando mirarla a los ojos.
—Entonces antes de dormir, aunque sea solo un rato, así nos contamos que tal el día — Agregó Rose con una ilusión muy notable en su voz.
Max suspiró. —Está bien… pero, ¿Cuánto tiempo estaremos así?
—No lo sé. Conociendo a mi madre, puede que unos meses quizá, ya sabes como es, cuando algo se le mete en la cabeza, no hay quien se lo quite, y ahí esta mi padre para cumplir todos sus caprichos sin importar nada ni nadie más. — Refunfuño rodando los ojos. — Los fines de semana puedo ir a verte, no estamos tan lejos. —Pero una simple hora y media de camino parecía una distancia de años luz.
—Ya veremos. —Su tono era indiferente. Demasiado indiferente.
—¡Max! —La voz de su madre interrumpió la conversación.
—Luego hablamos, Rose. —Y la pantalla se oscureció antes de que ella pudiera decir algo más.
Rose soltó un suspiro pesado. Las cosas con Max no habían estado muy bien últimamente. Él nunca había sido el novio más atento ni el más cariñoso, pero les iba bien, eran la pareja de moda, de la que todo el mundo hablaba en el instituto, como no, el rey del equipo y la reina de las animadoras. Rose estaba poniendo de su parte, pero la distancia solo parecía agregar otro obstáculo a una relación que ya se tambaleaba. Quizá la separación no cambiaría las cosas. Quizá solo aceleraría lo inevitable.
Mientras tanto, a pocas calles de distancia, Nick Fire ajustó la mochila en su hombro antes de salir de casa.
Su cabello pelirrojo captaba la luz del sol matutino, reflejando tonos cobrizos que contrastaban con sus grandes ojos miel, siempre atentos, siempre con un destello de picardía en el fondo. Alto y con una complexión atlética, era el tipo de persona que llamaba la atención sin intentarlo.
El apodo Fire no solo venía de su cabello ardiente, sino de su carácter explosivo. Era un competidor nato, apasionado en todo lo que hacía, y cuando se enojaba, su temperamento era una chispa en un barril de pólvora. Todo le había ganado el mote, primero como burla y luego como un símbolo de respeto.
—Vuelvo tarde, mamá. Hoy hay entrenamiento. — Y sin esperar respuesta alguna cerro la puerta de la casa tras de si.
No tardó en encontrarse con Ron y Trix de camino, los mellizos. Desde niños, habían sido inseparables, compartiendo travesuras, peleas y secretos. Ron se detuvo al segundo de verle, pasándose la mano por ese desaliñado pelo castaño en un vago intento de acomodarlo, Trix sin embargo no tenía ni un pelo mal colocado, su largo cabello negro llegaba al borde de la goma de la falda que había decidido ponerse esa mañana, sus ojos grisáceos y maquillados de manera oscura, como de costumbre echaron un vistazo rápido al doble de la esquina por el que aparecía Fire.
—Vaya, mira quién vuelve a la rutina —bromeó Ron.
—¿Cómo va, Fire? — Dijo Trix de manera desenfadada.
—Listo para otro semestre de tortura.
Mientras ellos bromeaban, Rose se enfrentaba a su primera mañana en el instituto Blackthorn.
La mañana discurrió tranquila, al llegar tuvo que pasar por conserjería para rellenar y firmar papeles, lo habitual. La consejera estudiantil le asigno una compañera que le enseñó vagamente que clases tenía y donde encontrarlas. Por suerte no llamo demasiado la atención, mas allá de un par de miradas confusas y otro par de curiosas. El día llegó a su fin y nadie había perturbado su paz, bien.