Bienvenidos a Springvale

XVII . Sangre en comisaria

Los chicos estaban desbordados por la situación. La verdad los golpeaba una y otra vez como olas en un acantilado, y aunque sentían que no podrían soportar una más, lo cierto era que, como siempre, seguían en pie. Había una especie de fuerza colectiva en ellos, una inercia que les impedía rendirse. Aunque no lo supieran, eso también formaba parte de lo que los hacía tan peligrosos para quienes querían verlos caer.

—Deberíamos empezar a jugar a las pinturas rupestres con las runas de protección —gruñó Slade, apoyado contra la pared con los brazos cruzados, como si con su cinismo pudiera espantar la tensión del ambiente.

—Bien —replicó Alyn, ignorando el tono ácido—. Haremos ruta entonces. Necesitamos proteger todas las casas. ¿Estáis solos?

Alzó una ceja, inquisitiva. Nadie respondió de inmediato, como si no acabaran de entender el rumbo que tomaba la conversación.

—¿Por qué? —preguntó Ron finalmente, frunciendo el ceño.

—Porque se dibuja con cenizas —explicó Alyn con tono paciente—. Lo que quiere decir... hacer fuego. ¿Lo pillas?

Ron parpadeó.

—¿No podemos llevar las cenizas ya hechas?

Alyn soltó una risita seca, breve, sin pizca de diversión real.

—No, no sirve así. Hay un orden. Se recogen flores específicas y granos de pimienta negra para cada persona. Se meten en un saquito de tela —hizo un gesto como si imaginara el pequeño talismán en su mano—, y se queman dentro de cada casa, en un cuenco o algo resistente al calor. Individualmente. Luego, con las cenizas aún frescas, se dibuja la runa protectora en el centro de la casa. No vale compartirla. Cada uno debe tener su marca.

El grupo intercambió miradas. Fire tragó saliva. Trix se frotó las manos, inquieta.

—¿Qué flores necesitamos? —preguntó ella, con genuina curiosidad, como si intentar comprender el ritual le diera una sensación de control sobre lo que no lo tenía.

—Romero para la fortaleza del cuerpo, jazmín para claridad de espíritu, caléndula para energías malignas… y aunque no es una flor, salvia blanca —enumeró Alyn sin dudar—. Todo debe secarse antes de quemarse.

—¿Un cuerno de mamut no necesitarás también? —bufó Slade, con sarcasmo afilado—. ¿De dónde coño vamos a sacar todo eso? Ya no estamos en los tiempos de los chamanes.

Alyn lo miró, completamente imperturbable. Su rostro era una máscara de serenidad, casi aburrida. Eso, más que cualquier grito, conseguía provocar a Slade.

—Con lo listo que eres, me sorprende la magnitud de la gilipollez que acabas de soltar —le espetó sin alterar el tono.

Fire y Ron soltaron una carcajada al unísono, aunque intentaron disimularlo transformándola en tos cuando Slade los fulminó con la mirada.

—No has contestado mi pregunta —gruñó él, sin moverse.

—Tengo de todo —respondió ella, mientras empezaba a andar hacia la salida—. Solo hay que comprar pimienta en grano. En cualquier tiendita tienen.

Ninguno dijo nada más. Aunque aún había una desconfianza evidente hacia Alyn, sobre todo por parte de Slade, sabían que ahora mismo ella era la única que parecía tener un plan. Y, como siempre, preferían hacer algo a quedarse esperando el siguiente golpe.

Caminaron en silencio hasta una tiendecita de barrio que aún seguía abierta. Las luces del local eran amarillentas y parpadeaban con cierta irregularidad, como si también ellas sintieran el peso del ambiente. Ron fue el encargado de pagar, mientras Fire mantenía la puerta abierta y Trix miraba por encima del hombro, nerviosa. Mientras tanto Alyn estaba yendo en busca de los saquitos de flores.

Con la pimienta en el bolsillo y la tensión aún colgando como una sombra, se dirigieron a la casa de Slade. Era lógico empezar por la suya: su padre estaba fuera, como siempre, lo cual les daba libertad para moverse sin demasiadas preguntas. Alyn no tardo en volver a incorporarse al grupo.

Slade abrió la puerta con brusquedad, sin decir palabra. La casa, aunque ordenada, tenía una frialdad peculiar. No era una casa abandonada, pero tampoco vivida. Como si alguien hubiera intentado replicar la idea de un hogar sin saber del todo cómo se construye uno.

—Salón —indicó Alyn con un gesto de cabeza—. Allí es donde debemos hacerlo. El centro energético.

Slade no discutió por primera vez en todo el día. Tal vez porque, aunque le costara admitirlo, también quería creer que aquello funcionaría.

Alyn se arrodilló en el suelo del salón, sacando de su mochila varios pequeños saquitos de tela, todos anudados con hilo rojo. Uno por uno, los fue colocando en fila. Luego sacó un pequeño cuenco metálico, casi como los de incienso, y se lo tendió a Slade.

—Quema esto ahí dentro. Todo. No lo remuevas ni lo agites. Solo deja que arda. Los demás debéis meter el dedo en las cenizas también.

Slade obedeció con gesto serio. Sacó el contenido del saquito—una mezcla aromática, seca, intensa—y lo colocó en el cuenco. Alyn le ofreció un mechero. Al prenderlo, el fuego tomó rápidamente las hierbas, emitiendo un humo espeso y fragante. Alyn añadió dos granos de pimienta.

El aire cambió.

No fue algo que pudieran ver, exactamente, pero lo sintieron. Como si la casa exhalara una bocanada de energía densa, oculta, que llevaba tiempo acumulándose.

—Ahora —dijo Alyn, una vez las llamas menguaron y quedaron solo brasas, uno a uno fueron tocando las cenizas—. Dibuja. — Mandó a Slade.

Sacó un pequeño palito plano, como una espátula. Slade lo miró, luego miró el suelo.

—¿Qué dibujo?

Alyn le mostró en su teléfono un esquema simple, una runa con forma simple de árbol.

—No lo hagas perfecto. Hazlo real.

Slade se agachó y comenzó a dibujar con mano firme. El resto observaba, callado. El humo se arremolinaba en torno a sus tobillos como un animal que se negaba a marcharse.

Cuando la runa estuvo terminada, Alyn se puso de pie.

—Ya está —dijo con voz más baja—. Uno menos.

El peso de lo que eso significaba cayó sobre todos ellos. Aún quedaban cinco casas.



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En el texto hay: paranormal, suspense, inquietante

Editado: 28.06.2025

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