Slade no lo pensó. No tuvo tiempo para hacerlo, o quizá no quiso. El instinto lo empujó a moverse, a salir de entre los arbustos sin mirar atrás, ignorando las manos que lo sujetaban, los susurros de advertencia, incluso la lógica.
—Slade… —murmuró Rose con urgencia, aferrándolo del brazo por un segundo—. No te arriesgues así. Por favor.
Pero fue inútil.
El resto del grupo seguía inmóvil, congelado por lo sucedido. Los ojos de todos, abiertos de par en par, reflejaban la escena que acababan de presenciar. El asesinato. La sangre. La risa. Todo. Era como si el tiempo se hubiera distorsionado, y sus cuerpos no supieran aún cómo volver a funcionar.
—Es mi padre, Rose —fue todo lo que Slade dijo.
Y con esas palabras, se soltó de su agarre.
Avanzó a paso firme, sin vacilar. La comisaría se alzaba ante él como una boca abierta, y en su interior, los ecos de las risas aún retumbaban como un latido enfermizo. El aire era más frío fuera del arbusto, como si cruzar ese límite hubiera activado otra realidad.
—¡Papá! ¡Corre! —gritó.
El sonido de su voz rasgó el silencio como un cuchillo, y al instante, Ruby y Gina se giraron como si hubieran estado esperándolo. Sus movimientos eran sincronizados, felinos. Lentamente, ambas se voltearon para encararlo, las sonrisas aún frescas en sus rostros deformados por una euforia antinatural.
Slade se detuvo en seco. Su pecho subía y bajaba con rapidez, cada bocanada de aire era como tragar cuchillas. La frente se le había perlado de sudor, pequeñas gotas resbalaban lentamente por sus sienes, reflejando la débil luz de una farola lejana. La mandíbula estaba tensa, y cualquiera que lo mirara podría notar cómo apretaba los dientes con una rabia que solo intentaba disimular el miedo.
—El postre… —murmuró Gina con voz melosa.
Llevó el dedo índice a la boca y lo mordió juguetonamente, como si el horror fuera un juego. La sonrisa que acompañó al gesto fue tan amplia que resultaba imposible que no se te revolviese el estomago y bajase la presión. Sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y crueldad.
—No puede ser… —balbuceó el Sheriff Tinsley, dando un paso atrás—. No entiendo nada… no… esto no tiene sentido…
Estaba pálido, más aún de lo que ya lo estaba desde que su ayudante había caído muerto a sus pies. Tenía los ojos clavados en Gina, como si su mente no pudiera procesar del todo lo que veía. Como si estuviera viendo un fantasma.
—Papá, vete —insistió Slade, con la voz quebrada por la ansiedad.
Avanzó un poco más, lentamente, cada paso midiendo el espacio entre él, su padre… y los monstruos.
—Slade… —Tinsley murmuró, con la voz ronca—. Yo me ocupo.
Desenfundó su arma con rapidez, con una determinación nacida del entrenamiento. Apuntó a Gina, temblando ligeramente.
Slade lo vio. Y algo dentro de él estalló.
—¡Joder, que corras! —bramó, perdiendo todo el control—. ¡No entiendes de qué va esto! ¡Esa pistolita no tiene nada que hacer contra ellas!
La voz le salió desgarrada, desesperada. Era más que un grito. Era un clamor. Una súplica.
—¡Papá, hazme caso, por favor! ¡Vete ya! — Sus ojos estaban brillantes, inyectados. A un paso del colapso.
Pero Tinsley no se movía. Seguía apuntando, paralizado entre el deber y el terror.
Y frente a ellos, Ruby y Gina no se inmutaban. Solo sonreían, como si disfrutaran del espectáculo que se desarrollaba ante ellas. Como si supieran que ya habían ganado.
—Tenemos que hacer algo —dijo Rose con urgencia, sin poder contenerse más.
Sin esperar la aprobación de nadie, se lanzó fuera de los arbustos, con los latidos del corazón retumbándole en los oídos. Su cuerpo se movía antes de que su mente pudiera detenerla, empujada por el miedo y la necesidad de proteger.
—Estos chicos se están regalando... —murmuró Ruby, lamiéndose los labios con una sonrisa torcida. Su voz tenía la suavidad perversa de alguien que saborea el sufrimiento ajeno.
—Zora va a estar muy contenta... —añadió Gina entre risas, como si el caos fuese un regalo cuidadosamente envuelto.
El Sheriff Tinsley, paralizado unos segundos por la presencia de las dos chicas —o lo que fueran — finalmente reaccionó. Apretó los dientes, alzó el brazo con un movimiento rígido y comenzó a disparar. Tres, cuatro, cinco disparos resonaron en la calle como truenos. El retroceso sacudió su brazo, pero su rostro mostraba una mezcla de confusión, rabia y horror.
—¡Solo vas a cabrearlas! —le gritó Rose, intentando hacerse oír entre los estampidos.
Las balas no surtían efecto. Ruby ni siquiera se inmutó. Gina, por su parte, simplemente ladeó la cabeza, divertida, como si las detonaciones fueran fuegos artificiales lanzados en su honor.
—¡Rápido, todos a mi casa! —gritó Slade desde el centro de la escena, su voz afilada por el pánico.
No hubo necesidad de repetirlo. El grupo entero salió disparado de entre los arbustos como una bandada de pájaros asustados. Los pasos resonaban sobre el asfalto, mezclándose con jadeos, tropezones y respiraciones desbocadas. Corrían como si la misma muerte los persiguiera… y no estaban tan lejos de esa idea.
Ruby y Gina no los siguieron. Simplemente los observaron correr, riendo, disfrutando del hedor a miedo que iban dejando a su paso. Luego, como dos sombras sin prisa, se adentraron en la comisaría entre los cristales rotos, dejando tras de sí un silencio que pesaba más que cualquier grito.
En menos de dos minutos, el grupo llegó a la casa de los Tinsley. Ninguno miró atrás. Nadie se detuvo a comprobar si estaban siendo seguidos. En ese momento, lo único importante era alcanzar un refugio, una puerta cerrada, una pared entre ellos y el horror.
El miedo, esa fuerza primitiva, los empujaba como una ola.
La entrada fue un caos: codazos, empujones, tropezones. Se chocaban entre ellos, gritaban sus nombres al pasar por la puerta, se atropellaban por alcanzar la seguridad del salón. Cuando por fin estuvieron dentro, el portazo fue como el fin de una batalla… estaban protegidos por la runa.