Bienvenidos a Villaoscura

Capítulo 6 - Final

Marcelo, Itzel y Luis no fueron llevados a la pequeña celda de la comisaría, como el joven imaginó desde un principio, sino que los trasladaron a un lugar mucho más oscuro, encerrado y con bastante humedad. Fueron ingresados en calabozos diferentes y él creyó que pudriría allí por el resto de su vida, ya que llevaba varios días y solo lo visitaba un guardia, una vez al día, para darle una ración de comida asquerosa. No tenía noticias de nada ni sabía cuántos días llevaba así, pues perdió la noción del tiempo —aunque a esas alturas, no le interesó mucho—, hasta que un día de esos el guardia de siempre se acercó a él y le dijo:

—Tienes visitas.

Él ni se inmutó. En ese momento una chica que le era bastante conocida caminó hasta él con paso lento.

—Dana…

—Hola, Marcelo —sonrió.

—Deberías  agradecerle a la señorita Dana —comentó el guardia—, de no ser por ella hubieras acabado como tus amigos.

—¿A qué te refieres? —Se sobresaltó.

El guardia lo ignoró y los dejó solos, pero no se alejó mucho por si el preso se ponía agresivo e intentaba atacar a la hija del alcalde.

—Dana, ¿a qué se refirió el guardia? ¿Dónde están Luis e Itzel?

—No te preocupes por ellos, Marcelo, ya están en un lugar mejor.

—¿A qué te refieres? —Comenzó a ponerse pálido y a sudar frío—. ¿Qué les hicieron?

—No sé para qué preguntas si ya sabes la respuesta —respondió con tono seco.

Marcelo bajó la cabeza y se quedó mudo durante unos segundos, hasta que finalmente pudo hablar.

—¡Dana, déjame salir de este infernal lugar!, ustedes no dejaron irse a Itzel y ahora la… la… —No pudo completar la frase por el dolor que sintió.

—No importa esa perra, Marcelo. A ti no te interesó cuando te la presentaron, ¿por qué ahora sí?

—Por… ¡Porque ella era buena persona! Y ustedes la tenían presa, ¡ella no estaba a gusto aquí!

—Mmm… Se le veía feliz —susurró para sí misma—, nunca dio muestras de inconformidad… Debimos deshacernos de ella antes.

—¿Qué dijiste?

—Nada… Marcelo —mencionó luego de unos segundos—, tú no podrás irte de aquí.

—¡¿Por qué no?!

—Porque de seguro hablarás, y no queremos que la demás gente se entere de nuestra existencia y corrompan nuestra hermosa sociedad. Aquí llegan las almas perdidas y erradas, y les damos una razón para vivir… No todos merecen estar aquí.

—¡Yo era feliz con mi vida! No debo estar aquí.

—Pero lo estás y tú solito llegaste. Ahora no podrás salir nunca, son las reglas.

—¡A la mierda las reglas! —Exclamó furioso.

En ese momento se acercó el guardia.

—¡Señor, no le levante la voz a la señorita! Y no diga malas palabras —lo amenazó y volvió a alejarse un poco.

Hubo un momento de silencio, incómodo para Marcelo pero no para Dana.

—Marcelo, tendrás que acostumbrarte a vivir aquí. No es tan malo como parece, solo danos una oportunidad.

—¡No! Itzel tenía razón, eres mala persona. —La fulminó con la mirada—. Te di mi confianza y no hiciste nada para ayudarme, al contrario…

—Otra vez esa perra. —Rodó los ojos—. Marcelo, en serio, tendrás que comportarte esta vez si no quieres que tomemos medidas extremas.

—No lo haré —dijo con firmeza—. Cada día que pase, intentaré irme de este maldito lugar, ¡no me quedaré de brazos cruzados!

Dana lo miró con fijeza y, segundos después, le mostró una pequeña y cínica sonrisa.

—Está bien, entonces habrá que hacer algo para que te encante este lugar; tú lo pediste.

La chica se dio la media vuelta y caminó a la salida, pero antes de alejarse por completo, escuchó la voz de Marcelo.

—¿Por qué…? ¿Por qué no me mataron como a ellos? —Algunas lágrimas se formaron en sus ojos y resbalaron con lentitud por sus mejillas.

La joven volteó su cabeza y lo miró con frialdad.

—Simple —se encogió de hombros—, porque te quiero para mí.

 

***

Desde que empezaron con los golpes, Dana lo visitaba tres veces por semana para ver si había cambiado su actitud. Todavía no recurrían al último método, estaban intentando con el maltrato físico. Uno de esos días, la chica vio que él se encontraba todo hinchado, moreteado de la cara y algunas partes del cuerpo. Notó que veía una pequeña foto, esa misma que sacó de su cartera y guardó con él para no olvidarse nunca de la persona retratada. Dana entró a la celda y se sentó en el suelo, junto a él.

—¿Qué ves?

—Una foto.

—Sí —rodó los ojos—, ¿pero de quién?

—De Susana.

—Mmm… ¿Puedo verla?

—No.

A Dana no le importó su respuesta y le arrebató la foto. Él no tenía ánimos de discutir, así que no le reclamó.




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