-El medallón —mencionó brevemente Traian.
-¿Qué pasa con él? —pregunté sin entender nada.
-Ese medallón le pertenece a los Fedlimid, niña, robarle a la Familia Real es una declaración de muerte —me estremecí con las severas palabras del guardia de mayor rango, no quería morir. Era un hombre de unos cincuenta años, ojos y cabello violeta, aspecto tosco y pasado de peso.
Tragué saliva y empuñé mis manos.
-Yo no soy una ladrona, no sabía que era de la Familia Real —mi voz chillona me traicionó demostrando debilidad.
-Esa mentira no te la cree nadie, niña, todos en Aricuos lo saben.
-Perdonen que me meta, pero ella acaba de llegar a la plaza Lager junto a una aghatina y dijo que nunca habían estado en Amáfiro, es probable que no lo supiera —mencionó Traian saliendo en mi defensa.
Miré a Traian sorprendida.
-¿La conoces de algo, zafirito? —se dirigió el mismo guardia a Traian.
-No, la acabo de conocer —contestó Traian.
-Entonces, no te metas en lo que no te incumbe.
-Pero vi cuando ella llegó con la agathina desde el cielo.
-¿En serio? —le pregunté sorprendida.
Traian me miró y asintió.
-No es como si fuera a pasar desapercibida la caída de dos orferinas en medio de una plaza —afirmó.
-Eso no prueba que esta niña no lo haya robado —refutó el guardia de mayor rango.
-Ya le dije que yo no lo robé —protesté en mi defensa tomando coraje—. El medallón venía conmigo desde que nací, al menos es lo que me dijo mi mamá y no les daré mi única brújula, es mío, si hay alguna forma de probarlo lo haré.
El guardia de mayor rango se me acercó alzando su lanza y con la mano libre apuntó al medallón.
-Si estás tan segura, niña, pincha tu dedo en la punta del medallón. Si es tuyo reaccionará, aunque lo dudo y allí me encargaré personalmente de tu juicio —su mirada amenazante me lo prometía.
Hice lo que me indicó el guardia y el medallón comenzó a brillar, desprendiendo una luz violeta emitía los cristales con cara de serpiente reaccionando a mi sangre. Comprobando mi inocencia.
-Eso significa que usted es… —murmuró Traian sorprendido y algo más que no pude descifrar.
-Eso no puede ser, no se supone que… —dijo el guardia más joven, desconcertado.
-¿Qué es lo que se supone de qué? —pregunté sin comprender lo que el joven guardia decía.
-La yeminesa murió al nacer, o eso se suponía —contestó un guardia peliverde.
“¿Yeminesa?”.
-¿Qué es una yeminesa? ¿Quién es la yeminesa? —tragué saliva.
-Usted es la yeminesa. El medallón solo reacciona ante la Familia Real —contestó el guardia de mayor rango cambiando su postura hostil a una más bien sumisa y servicial—. Lo extraño es que debió brillar también el falso-zafiro, de seguro solo está descompuesto, nadie más que los Fedlimid conocen el mecanismo de esa cosa.
“Si lo que dice este guardia es cierto, entonces yo soy una…”.
Estaba completamente desconcertada.
-Avisen al keratión y a la keratione —les ordenó el guardia de mayor rango a los demás—. Yeminesa, venga conmigo al muro Asyr, le prepararemos un carruaje a Aslaug.
No había terminado de asimilar la situación cuando el guardia de mayor rango me apresuró arrastrándome con él, giré mi rostro hacia Traian, el guardia no me había dejado tiempo para darle las gracias por haberme ayudado, solo atiné a despedirme con la mano.
Al otro lado del muro, tenían ya preparado un carruaje junto a unos hombres de verde y celeste. En el exterior era blanco bañado en oro, plata y cristales violeta y azul marino, el interior estaba igualmente decorado con cojines de telas suaves al tacto y un par de pequeñas ventanillas. Lo que más me llamó la atención fueron los animales que arrastraban aquel carruaje, creía que esas criaturas solo existían en la ficción; un par de unicornios albinos cuyo cuerno era tan picudo que podría atravesarte en dos como una lanza. Estaba cerca de un precipicio, pero eso no fue un problema al momento de cruzar el acantilado hacia Aslaug, donde se encuentra el castillo de la Familia Real, cuando se acercaron al borde unas lianas formaron un puente para evitar que cayera el carruaje a unos remolinos de mala muerte. Cuando las ruedas traseras pasaron a la isla, las lianas se habían recogido enrollándose.
Era como estar dentro de un cuento de hadas, solo que no era un cuento.
A los pies de unas colinas de abundante vegetación salvaje y nevada, se encontraba imponente y majestuosamente un castillo blanco cuadriculado de tejas azules y moradas con varias torres rectangulares. Me recordaba a los castillos de los cuentos para niños que suelen mostrar en las películas de princesas de Disney y de Barbie. El carruaje se detuvo delante de la entrada principal del castillo, una compuerta gruesa de metal enrejada con varios picos horizontales. Uno de los hombres de verde me abrieron la puerta del vehículo, en cuanto me bajé la compuerta se elevó para permitirnos pasar al interior de las murallas.