Billete de ida (narciso)

Capítulo 1: Billete de idea.

Capítulo 1: Billete de ida.

2 de septiembre, 2019.

Observo el paisaje desde los cristales del coche, Jhon Schrödez conduce con soltura y me atrevería a decir que casi con elegancia, va con calma, respetando las señales de tráfico, pero sin perder ni un segundo. Cuanto antes llegáramos, mejor.

Lleva un coche familiar de siete plazas negro, un BMW, creo. El coche y el maletero van llenos de cajas de mudanza. Todas ellas me pertenecen. Estoy en la segunda línea del coche con bastantes cajas alrededor. De copiloto va mi portátil y su maletín.

—¿Has escrito a tu tía? —Cambia de marchas a la vez que alza por un segundo la mirada de la carretera para mirarme.

Su manera de hablar alemán, aunque se me hace medianamente conocida, me causa cierta simpatía pues es muy típico de Berlín, sobre todo la manera de arrastrar las palabras, pronunciar ciertas letras y cambiar maneras de nombrar las cosas.

—Sí. Hablaré más tarde con ella, cuando lleguemos.

A pesar de que su cabello es notablemente rubio se pueden distinguir ciertas canas y lo lleva un poco más largo de lo que recordaba. Su color de ojos es de azul claro y aunque no sean casi visibles, la edad pasa para todos y se pueden distinguir ciertas arrugas en su cara; muy pocas, eso sí. Se conserva bastante bien, o eso creo.

Usa un traje de dos piezas, pulcro como era de esperar. Cuando salí con mi equipaje después de una larga cola y sin ayuda alguna lo encontré mirándose el —caro— reloj que llevaba, con impaciencia. Cuando me saludó, me sentí pequeña, Jhon Schrödez es muy alto o puede que yo simplemente sea muy bajita.

Eso sí, me ayudó sin problema y me dio una sonrisa que pareciera ser sincera. Al menos a mí me lo pareció.

Resopla cuando pisa el pedal de freno y sus dedos tamborilean en el volante siguiendo el ritmo de alguna canción que no logro reconocer.

Está estresado.

Dejo de observarle y vuelvo a fijar mi mirada en la ventana más cercana. Sí, Berlín era una ciudad que o amabas u odiabas. A mucha gente le parecía fea, pero con encanto; a mí, por otro lado, me parecía preciosa y llena de heridas.

En mi opinión su encanto recaía entre el Este y el Oeste, la pobreza y la riqueza, la arquitectura de ambas partes de la ciudad que, a pesar de haberse juntado, mostraban una evidente distinción. Podías saber si estabas en una zona u otra sólo por el tipo de semáforos que vieras.

No era mi primera vez en Alemania, desde luego que no; había nacido aquí de hecho y el llamado Kindergarten también lo había cursado en la ciudad de Berlín. Hasta mis 5 años, que es cuando mis padres decidieron divorciarse y mi madre y yo volvimos a Alicante, su ciudad natal y la ciudad que me había visto crecer, mi vida se había establecido en Alemania.

Si bien no tenía apenas recuerdos de ello, lo sabía por todo lo que mi madre me había contado y por todas las pruebas gráficas que se ameritaban. El hecho de tener un padre alemán al que visitaba todos los veranos y alguna navidad que otra hasta que cumplí los 12 años, también eran muestra de que cierta conexión con el país germano tenía.

Además de mi impronunciable primer apellido que siempre me traía más problemas que ayudas cuando mis profesores en España se esforzaban por pronunciarlo o escribirlo. Siempre un quebradero de cabeza.

Esta vez sí había algo nuevo, primero, que llevaba desde los 12 años sin pisar Alemania y sin ver a mi padre y su familia. Segundo, que esta vez no resultaba una visita, esta vez el billete era de ida y no incluía una vuelta.

El motor del coche deja de estar en funcionamiento. Jhon ha aparcado en una cochera, junto a un coche más y aún sobraba sitio para otro. Hace una breve llamada diciendo que aguarda a que lleguen los de mudanzas con el resto de mis bártulos mañana.

—Caroline no está. —Salimos del coche y abre una puerta para empezar a coger cajas, habla en español.

—¿Quién es Caroline? —Nunca había oído hablar de ninguna Caroline y me preguntaba si sería la limpiadora o qué.

—Mi novia. —Lo dice con cautela, como si esperara alguna reacción de mi parte y queriendo evitar que me afectase de alguna manera.

¡Qué ingenuidad! Mis padres se divorciaron hacía más de 10 años. Obvio que me molestaba que a mí me echara de su vida y formara otra para luego aparecer y alejarme de lo poco que tenía en España, pero era algo que yo tenía asumido. El dolor estaba, pero había aprendido a vivir con ello.

Aun así, un nudo en el estómago se me forma, me asustaba que ella no estuviera de acuerdo con mi presencia e hiciera de mi estancia aquí un infierno. Un infierno mayor del que yo creía que sería.

Tomo una de las cajas y le sigo cuando él abre la puerta y coloca la que llevaba en la puerta impidiendo que pueda cerrarse de un golpe.

Dejo la que llevo donde él me indica, en el descansillo del pasillo, permitiéndonos movimiento, pero a la vista de quien entra.

Aviso a mi tía de que ya estoy en casa de mi padre y que cuando organice todo, tal vez podemos tener una charla o algo por Skype. Me hace saber que estará encantada.

—¿Dónde está tu novia? —Muestro interés, especialmente porque tenemos muchas cajas que sacar y hubiera sido genial que alguien más estuviera ayudando.




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