Billete de ida (narciso)

Capítulo 17: Las vidas de un gato.

Capítulo 17: Las vidas de un gato.

Deseaba ver la cara de Narciso y Thomas cuando intentaran venir y no pudieran entrar, me daba exactamente igual cómo se pusiera Jhon o cualquier cosa.

Se lo merecían, ambos. Hugo Müller y Herman me daban más igual, no se les había perdido nada en esta habitación de hospital. Hugo no era bienvenido porque era un capullo insensible. Pero Herman me era más indiferente.

A primera vista no me parecía mala persona, parecía un armario empotrado y llevaba el cuello tatuado casi al completo, un pendiente en una de las orejas y dos piercings en su cara: uno en una ceja y otro en un labio.

Daba miedo, pero no me parecía mala persona. Me resultaba más tranquilo y respetuoso que los otros tres. No podía afirmar que era bueno, porque no lo conocía apenas y se juntaba con quien se juntaba. Pero se me hacía bastante indiferente.

Estaba esperando a que Jhon, Wolfgang y los Baltßun llegaran con los médicos para evaluar mi pierna. Tenía miedo porque los ejercicios me hacían un poco de daño, pero estaba bien, era lo mejor para mí.

Me alegraba que Candance Baltßun estuviera ahí para agarrar mi mano y permitir que se la apretara cuando dolía mucho y con gritar no era suficiente. Me hubiera gustado que fuera mi tía la que tomara su lugar, pero no podía ser y, que fuera la mejor amiga de mi madre —y también mi madrina—, era todo un honor para mí.

Estaba muy agradecida.

—¡¿Qué coño has hecho?! —Jhon se dirige a mí en español como siempre hacía. No era algo nuevo—. ¿Cómo que has vetado a Thomas? —Entra hecho una furia y cerrando la puerta.

—Jhon, ¿le has cerrado la puerta en las narices a tus acompañantes?

—Sí —Se cruza de brazos y apoya la espalda en una de las paredes—. ¿Por qué has hecho eso?

—Porque fue partícipe de la paliza que le dieron a Dian Purhor.

—¡Él permitió que Sanders consiguiera su propósito!

—¿Estás justificando que casi matan a mi amigo?

—No —Sus dedos tamborilean por las lisas paredes blancas—, pero entiendo la frustración y que la pagaran con él.

—¿Qué estás diciendo? —Me incorporo como puedo, quedándome sentada y apoyando las palmas de mis manos en el suave y firme colchón de la cama del hospital—. ¿Qué frustración?

—Manuela, alguien tenía que pagar los platos rotos…

—¡¿Y tenía que ser Dian Purhor?!

—Él te dio las flores.

—Si no hubiera sido Dian hubiera sido otro. —reniego.

No contesta, sabe que tengo razón.

Alguien toca la puerta. Son los doctores, Wolfgang, Candance y Erik Baltßun.

—Disculpe las molestias Señor Schrödez, pero debemos examinarla. Debemos ver cómo va avanzando todo. Luego podrán seguir hablando.

Y así hacemos, Jhon con cierta reticencia porque para él la conversación acaba de empezar, para mí terminó incluso antes de su comienzo.

Candance me coge de la mano, permitiendo que la tome con fuerza cuando su marido comienza poco a poco con los ejercicios y me hace daño.

Hacemos varios y los doctores van anotando cómo mi pierna responde, en mi opinión lo hace genial: vamos a ver, me duele muchísimo.

—No ha perdido sensibilidad, eso es algo genial. —comenta Erik Baltßun.

—¿Podrá empezar pronto con las sesiones de fisioterapia? —pregunta Jhon.

—Sí, cuando le den el alta. De todas formas, para algunos ejercicios esperaremos mejor a que los puntos se caigan o se los retiren; lo principal ahora es que no pierda toda la fuerza en esa pierna —Me mira, él está sentado en una silla y va toqueteando mi pierna, incluso moviendo el tobillo para ver que ha quedado intacto—. ¿Podemos probar a que apoye el pie en el suelo? No responde nada mal cuando hace contacto en mi rodilla.

Trago saliva y creo que sudo un poco. Estoy nerviosa. No creo que sea capaz de hacerlo. Si proponen hacerlo será por algo, porque lo ven necesario, porque retrasar el momento es más perjudicial que beneficioso. Pero me da miedo.

—Sí, creo que puede hacerlo. —Evalúa el Doctor Gassenbauer.

—Tú no te preocupes, Nela —Erik me habla ahora con suavidad—. No vas a dejar peso en esta pierna, no te preocupes.

Siento un hormigueo por todo el cuerpo y sobre todo por mi pierna recién operada ya que la noto adormecida.

Es noviembre en Berlín, hace frío y, a pesar de eso, me cae el sudor por el cuerpo.

Erik Baltßun sujeta con firmeza mi tobillo y los doctores Gassenbauer y Becker me ayudan desde atrás a moverme hacia abajo para quedar en la orilla de la cama.

El suelo está frío, pero no siento más dolor del normal, podría decir que el mismo que llevo estos días.

—¿Cómo lo notas? —pregunta el Doctor Becker.

—Adormecido. —respondo con sinceridad.

—Si trataras de levantarte, ¿te verías capaz de sostener un poco de peso? —inquiere el otro doctor.




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