Billete de ida (narciso)

Capítulo 30: El comienzo de todo.

Capítulo 30: El comienzo de todo.

Especial Narciso.

26 de noviembre, 2010; Frankfurt, Alemania.

Había dejado de tener frío y eso le ponía algo más contento. Eran pocas las ocasiones en las que Friedrich no pasaba frío, por ejemplo, cuando su abuelo materno Oleg Bogdanov —el único que les prestaba atención a los pequeños— venía de visita.

Oleg era un hombre mayor, viejo y con una chepa que decía que sostenía toda su sabiduría encima. Reprendía a su hija Kerstin cada vez que podía y no soportaba al holgazán y embustero de su yerno.

Por desgracia, ni él mismo sabía el infierno por el que sus nietos pasaban cada día.

Era incapaz de caminar sin bastón y a veces incluso le costaba respirar y, aun así, Oleg siempre se hacía cargo de sus nietos.

Siempre que podía, claro, y eso que cada vez, le era más y más complicado.

Su acento alemán estaba marcado por un fuerte deje ruso y, eso, durante la época de la Guerra Fría no había gustado en la parte occidental alemana. Y, teniendo en cuenta que, Frankfurt pertenecía a esa zona, las visitas de Oleg habían sido menos de las que a cualquiera de los pequeños o él hubieran querido.

Friedrich le echaba de menos, extrañaba las clases de ruso y las expresiones que decía en su idioma. Había crecido admirando a ese señor mayor que de vez en cuando era olvidadizo y que, sin lugar a duda, había ejercido como figura paterna.

Le echaba de menos porque hubo un día en el que ya no volvió a pasar por Frankfurt sin ningún tipo de explicación y eso, Eckbert lo aprovechó para ejercer aún más su tiranía.

Kerstin no se había quedado atrás; siempre odió la moralidad —según ella: barata— de su padre y hacerle daño descuidando y castigando a sus propios hijos para lastimar a Oleg le había parecido un pasatiempo maravilloso. Era tan mala como Eckbert, tal vez al principio lo había sido un poco menos, pero tuvo un gran maestro que le enseñó a no tener corazón.

Pero eso había terminado, ahora estaba limpio y su cabello libre de bichitos —al menos así los había llamado su hermana mayor—. Y, sobre todo, no estaba pasando frío.

Le habían ayudado a secarse y a cambiarse de ropa y por primera vez desde que tenía consciencia, había podido usar el agua a una temperatura templadita.

Cuando estaban con Kerstin y Eckbert, muchas veces sus hermanas tardaban menos o se bañaban con el agua fría para que él también tuviera la oportunidad de poder ducharse sin congelarse, pero no era tan eficaz.

La norma es que iban por orden: primero los mayores y por último los pequeños. Y Friedrich había nacido el último.

Kerstin y Eckbert se recreaban en la ducha, a veces solos y a veces juntos. Pero nunca tardaban menos de media hora cada uno.

—¿Dónde estamos? —Formula la pregunta exigiendo algún tipo de respuesta inmediata.

Su voz no era dulce para tener sólo diez años, pero la ingenuidad que un niño podía tener seguía aferrándose a él con fuerza, reticente a irse, con miedo a abandonar el cuerpo de un niño pequeño.

—Soy Helin Fiehweger —se presenta—, y soy la encargada de ayudaros.

—Soy Jutta Vögel, y soy la mayor de los tres.

Friedrich mira hacia los lados sin entender nada. Había muchos pasillos y sus hermanas estaban sonriendo y dispuestas a colaborar.

Mira hacia arriba y le sorprende ver las luces encendidas con todas las bombillas bien puestas y sin tintineos que le dieran dolor de cabeza.

Tampoco había goteras y, desde luego, las paredes no estaban mohosas ni olían a madera húmeda.

Olía a jabón y eso le parecía curioso a la vez que gratificante.

Todo lo que para cualquier persona sería evidente, él lo veía como un regalo y también como una trampa.

Friedrich no había hecho nada para conseguir una ducha caliente y palabras amables, algo raro se estaba tramando y por su parte, no iba a colaborar.

—¿Cómo te llamas, pequeño? —Helin estira sus labios hacia arriba en una especie de sonrisa que en su momento le hubiera encantado recibir por parte de Kerstin.

Le había llamado “pequeño” y él era todo lo contrario a eso. Era muy alto para su edad y siempre le obligaban a ponerse pantalones de varias tallas más pequeñas.

Los niños en la escuela se reían de él, si no era porque llevaba los pantalones cortos, era porque una de sus hermanas se los había cosido para cubrirle del frío y dejando ver diferentes telas en su ropa.

Friedrich siempre se defendía y, físicamente, podía con todos. Pero claro, eso no evitaba que sus compañeros dejaran de burlarse de él.

—¿Cuántos años tienes? —Vuelve a probar.

La trabajadora social no estaba dispuesta a rendirse con él. Sabía que no era mudo y no había que pensar mucho para darse cuenta de que no lo había tenido fácil para la corta edad que supondría que tendría.

—¿Doce?, ¿trece? —Le pide que abra la boca y le empieza a enseñar cómo lavarse los dientes. Estaba demasiado descuidado y eso a Helin le parecía una abominación hacia una criatura tan indefensa como lo era un niño—. ¿Ellas son tus hermanas?




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