[bl] Una vez en la vida.

I.

I.

Fiebre del amor de verano.

Se despertó cuando ya todo estaba oscuro. No pudo evitar sobresaltarse de momento, pero comenzó a calmarse cuando escuchó que en la planta baja de la casa había toda una verbena llena de risas y plática amena. Se sintió aliviado.

Se desperezó y asomó a través de la ventana, había unas pocas nubes matizando de gris el intenso negro del cielo. Sintió las ganas de salir a la terraza y disfrutar de la poca brisa que corría, tal vez con eso se sentiría más motivado de bajar y averiguar de qué se trataba todo el alboroto. Salió y aspiró una bocanada de aire todavía tibio, levantó la mirada y sonrió al ver entre un par de nubes un pequeñísimo gajo de luna creciente, todavía faltaba para poder verla llena. Suspiró entristecido, sabía bien que durante esa luna llena sus padres hacían una fogata y parrillada en la playa en la que se reunía toda la familia y, desde algunos años atrás, algunos amigos; todos riendo y platicando hasta el amanecer; quiso llorar, sabía que entre esos amigos que llegarían estaría Robert, ya que era el mejor amigo de su primo Martin, y por supuesto que el tiempo que estuvieron viéndose durante ese verano dos años atrás fue completamente a escondidas de todos.

Esos besos y caricias acaloradas en el invernadero de su abuela durante el anochecer, mientras todos ellos jugaban todavía en la playa. O esas veces que se escabulleron para colarse en el auto de Robert y descubrir la piel del otro tanto con las manos ávidas de placer, como con la juguetona lengua a la que le era imposible saciarse con sólo eso. Sí, Robert Stewart de 19 años había sido el dueño de muchas “primeras veces”, su primer amor de verano, un enamoramiento a primera vista, y la primera vez que había sentido tal adrenalina al huir de la vista de su primo para poder besarse, también la primera vez en que sentía aquel excitante calor con el roce de la piel de alguien sobre la suya; y sí, su primera vez teniendo sexo con alguien, había sido con él, y nada más de recordarlo le dolía de nuevo el corazón como cuando pudo comunicarse con Robert antes de navidad para invitarlo a visitarlo y poder verse.

“Pensé que habías entendido que lo que sucedió en Boca Raton durante el verano era solo eso, un amor de verano”. Recibir esas palabras por respuesta le hicieron llorar como un niño pequeño, pero no podía compartir ese dolor con sus padres, que no sabían quién había provocado que esas lágrimas no cesaran de brotar; pasó todo el fin de año llorando por los rincones de su casa, buscando que sus padres o hermana menor no le encontraran, hasta que una noche a inicios de enero del año anterior, su hermana Anabel le vio y le soltó de sopetón:

—Deberías dejar de llorar por alguien a quien no le importas.

Había olvidado por completo lo intuitiva y observadora que Anabel podía resultar, a pesar de tener 11 años. No supo qué decirle y permaneció en silencio, buscando las palabras adecuadas para abordar aquel comentario.

—Es ese amigo de Martin, ¿no? —le preguntó mirándolo fijamente—. El que se siente hermano mayor de todos y anda con su coche deportivo como si fuera modelo de revista.

—Anabel… —necesitó respirar de pronto—. ¿Cómo?

—Los vi besarse en el invernadero de la abuela, allá en Boca, además que tu forma de mirarlo cada vez que íbamos todos juntos a donde fuera era muy obvia hermano —le explicó su hermana 4 años menor con un tono lleno de autosuficiencia—. ¿Creías que el que nadie los encontrara cuando se escondían, era casualidad?

La miró sorprendido, sin saber cómo reaccionar a las palabras de Anabel. Tragó saliva con dificultad y finalmente dijo:

—¿Qué tanto viste?

Su hermana suspiró.

—Cuando los vi ahí, me di cuenta que Robert te gustaba mucho, así que creí que debía ayudarte, así que cada que ustedes se iban a algún lado, me encargaba de distraer la atención de todos lo suficiente, para que Martin no quisiera buscar a su amigo.

Comenzó a reírse nervioso. Por fin se había relajado un poco.

—Pensé que…

—¿Te había estado siguiendo todo el tiempo? —preguntó la chiquilla con mirada burlona—. Claro que no, pero tampoco quería que alguien te arruinara los planes, pero ahora me doy cuenta que ese amigo de Martin solo estuvo jugando contigo, ¿verdad?

Sacó el móvil y le mostró el mensaje que había recibido de Robert. La escuchó bufar indignada y soltar un par de maldiciones por lo bajo. No pudo evitar sentirse conmovido por la reacción de su hermanita, y agradeció cada uno de los gestos de molestia que hizo.

—Supongo que a veces pasa…

—Ese tipo es un idiota —espetó la chica con molestia—. Olvídalo, no vale la pena.

Asintió sin ganas y prometió que dejaría ese episodio cerrado atrás, con la intención de olvidarlo y seguir adelante; pero siempre es más fácil decir las cosas que hacerlas, y ahí estaba él en la terraza de la casa de Boca, dos años después, recordando aquel apasionado amor de verano que le había hecho creer que eso de los amores de verano son solo un jugueteo sin compromiso, a pesar de los relatos que su madre y abuela contaban todo el tiempo; y como no le apetecía sentirse estúpido y utilizado una vez más, prefirió encerrarse tras una concha intraspasable e invisible que solo rompería una vez que decidiera perder el miedo a enamorarse otra vez.

Escuchaba a sus amigas y amigos relatar con entusiasmo sus historias de romances veraniegos con una ligereza que se le antojaba molesta. ¿Por qué solo él era incapaz de ver los amores de verano como algo pasajero que se da por la emoción del momento? Lo sabía bien, la “fiebre de amor de verano” que su familia padecía y había marcado la historia familiar era un precedente inamovible en su mente: su abuela Catherine se había casado con el amor de verano que conoció en su primer viaje de vacaciones a una playa en México, el abuelo Martín que había dejado a su familia y lo que conocía atrás, para aventurarse a un país y cultura desconocidas para él, incluso aprendió un idioma nuevo para poder estar junto a su amada. Obviamente no fue de golpe, pero la realidad es que vivieron juntos y enamorados hasta el último día del abuelo.




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