El ritual estaba a punto de comenzar. Aquel claro del bosque iluminado por la luna y la luz de las velas estaba abarrotado por una multitud de personas silenciosas. Todas ellas vestían hábitos blancos con capucha. En un extremo se hallaba un antiguo y desgastado altar de piedra, y sobre él había un hombre desnudo y atado de pies y manos que se agitaba de forma desesperada. Detrás del altar se alzaba orgulloso un joven sacerdote que tenía las manos levantadas: una estaba abierta hacia el cielo plagado de estrellas y la otra sostenía una daga ornamentada. Esperaba pacientemente.
Poco después, entre las ominosas sombras del bosque, aparecieron tres pequeñas luces que iban hacia el claro como espectros perdidos en la noche. A medida que se acercaban, unas formas se hicieron más y más nítidas hasta distinguirse con claridad: un hombre, una mujer y una niña portando un farol cada uno. Estaban también ataviados con hábitos blancos, aunque, a diferencia de los demás, ellos tenían en sus pechos un peculiar símbolo bordado en oro: la cabeza de una especie de bóvido de largos cuernos dentro de un círculo. La mujer y la niña llevaban sendos velos de encaje blanco que ocultaban sus rostros. Cuando al fin los tres llegaron al claro, la multitud se apartó para dejarlos pasar. El hombre y la mujer, que eran cónyuges, unieron sus manos y avanzaron con solemnidad en dirección al altar por el pasillo que habían formado los presentes. Una vez allí, la pareja se hizo a un lado y se detuvo. El hombre, alto y severo y con una mirada penetrante que revelaba una autoridad incuestionable, hizo una señal con la cabeza. Y entonces los cánticos empezaron.
Fue en ese preciso momento cuando la niña echó a andar a pequeños pasos hacia el altar. Mientras entonaban sus salmos malditos, los congregados mantenían los ojos fijos en aquella pequeña de tez pálida. El aire vibraba en roncas voces; y todos, a excepción de los recién llegados y el sacerdote, se pusieron a hacer chocar, como si de diabólicas claves se tratara, unos huesos de turbadora procedencia. El sonido que producían los macabros instrumentos se perdía en la disonancia de las voces y era imposible de describir. El hombre y la mujer —sobre todo el hombre— miraban con aprobación a su hija al tiempo que ella caminaba al lento ritmo de los cánticos. Por su parte, la niña estaba cada vez más dominada por el miedo; se sentía rodeada por espíritus malévolos bajo la noche infernal, y el farol y el atuendo que llevaba la hacían parecer una aparición atormentada. Un viento frío se había levantado.
En cuanto la niña llegó frente al altar, el sacerdote bajó las manos muy despacio y le tendió la daga para que la tomara. El hombre atado y postrado sobre el altar continuaba revolviéndose aterrorizado. La chica les lanzó una mirada interrogante a sus padres, que estaban a su derecha, y ellos asintieron con determinación. Así pues, dejó el farol en el suelo y cogió la daga con sus blancas manos temblorosas. Seguidamente, la alzó. Luego observó al prisionero y, de pronto, se dio cuenta de que la vida de ese hombre estaba a su merced. Los ojos del desdichado tenían una expresión tan desgarradora que la niña vaciló. Fueron unos momentos de duda, de un frágil atisbo de bondad que pendía de un hilo. La hoja de la daga emitió un destello fugaz a la luz de la luna. El hombre atado rompió a gritar, suplicando una y otra vez por su vida. Los cánticos y los golpes producidos por los huesos habían alcanzado una estridencia intolerable. La ceremonia estaba a punto de consumarse.
Con la rapidez de una víbora, la niña hundió la daga en el corazón del hombre hasta la empuñadura. La víctima se retorció unos breves segundos antes de quedarse inmóvil. Sus ojos, aún cubiertos de lágrimas, apuntaban al cielo, sin vida ya. La sangre se derramó lentamente por el repugnante altar. A pesar de que solo tenía siete años, la niña se vio invadida por un sentimiento extraño; la maldad recorría cada una de sus venas como una infección, y le gustaba. Se irguió triunfal mientras la endemoniada multitud alzaba los brazos para alabarla. Ya no habría más momentos de duda. Lo que quedaba de humanidad en aquella pequeña criatura se había extinguido para siempre.
Tales rituales y otros tantos igual de espantosos llevaban celebrándose en la clandestinidad en lo más profundo de los bosques de aquel condado remoto desde tiempos inmemoriales. Allí se encontraba la ciudad de Blackforest, que era casi tan vieja como el mismo mundo y que había sido testigo de los sucesos más prodigiosos —y más horribles— de la historia. El condado tenía el mismo nombre que la ciudad, y algunos insinuaban que era una de esas regiones cuyas creencias y tradiciones habían impregnado la tierra, haciendo que guardara ciertas propiedades misteriosas que influían en las mentes de los más sensibles. Pero lo cierto era que antes de que ningún pie humano hollara aquel lugar, bajo sus cimientos ya dormitaba un mal —acaso un poder mayor— que habría de urdir el tenebroso destino de sus habitantes.
Desconocedora por completo de aquellos ritos horripilantes, Mary caminaba con aire ausente por las calles del apacible pueblo costero de Abbeyton, al nordeste del condado de Blackforest. Todavía era verano y faltaban unas semanas para el comienzo de las clases, y los niños aprovechaban lo que les quedaba de vacaciones jugando aquí y allí; las risas infantiles inundaban las plazas y los parques. Mary, que había pasado toda la tarde fuera, regresaba ahora a su casa. Aquella niña de nueve años pertenecía a la familia Holloway, y eso significaba respeto, una elevada posición social y una opulencia que le permitía ver satisfechos todos los caprichos que pudiera desear. Sin embargo, no era feliz en absoluto. No tenía amigos y la mayoría de las personas de su entorno no querían estar a su lado. Había algo inquietante en ella, algo que provocaba un instintivo temor. Y es que, en definitiva, Mary Holloway no era como los demás.