Bloodshoot Creado Para El Caos

PRÓLOGO

William Clark siempre decía que su trabajo no lo mataría… solo lo aburriría hasta la muerte.

Salió del edificio gris a las seis en punto, como todos los días, con la corbata floja, la espalda cansada y esa sensación constante de haber sobrevivido otra jornada sin motivo aparente. El cielo estaba nublado, un gris distinto al de las paredes de la oficina, pero igual de deprimente. William caminó dos cuadras antes de darse cuenta de que algo no estaba bien.
No era cansancio normal.

Era como si alguien hubiera bajado el volumen de su cuerpo.
Se detuvo frente a una tienda cerrada y apoyó las manos en las rodillas, respirando hondo. El mundo parecía lejano, amortiguado, como si lo escuchara a través de agua espesa.
—Genial… —murmuró—. O me estoy muriendo o finalmente el trabajo me ganó.

Intentó reírse, pero el chiste no funcionó. Le temblaron las piernas. Por primera vez en mucho tiempo, William tomó una decisión inteligente: en lugar de seguir a casa, giró hacia el hospital.

El Hospital General olía a desinfectante barato y a malas noticias. William se sentó en la sala de espera, observando un televisor sin sonido que transmitía un programa de cocina. Nadie parecía feliz allí, pero todos fingían normalidad. Una mujer lloraba en silencio. Un anciano dormía con la boca abierta. William pensó que el lugar parecía un vestíbulo antes del infierno… con peor iluminación.

—Clark, William —llamó una enfermera.

Entró al consultorio con una sonrisa nerviosa, como si eso pudiera engañar a la muerte.

El doctor Gordon era un hombre delgado, de cabello canoso y ojos cansados. Tenía la voz de alguien que había dado demasiadas malas noticias en su vida.

—Siéntese, William —dijo—. He revisado sus estudios.
William se sentó. Cruzó los brazos. Esperó.

El doctor respiró hondo.

—Tiene una enfermedad degenerativa avanzada —empezó—. Ha estado progresando lentamente, sin síntomas claros… hasta ahora.

William ladeó la cabeza.

—¿Degenerativa suena tan mal como creo que suena?
El doctor no sonrió.

—Lo siento. No hay cura.

Las palabras cayeron pesadas. Silenciosas. Definitivas.
William esperó algo más. Un “pero”. Una alternativa. Una broma cruel. Nada llegó.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó, sorprendido de lo tranquila que sonó su voz.

El doctor bajó la mirada hacia los papeles.
—Meses. Tal vez menos.

William asintió lentamente.

—Bueno… —dijo—. Al menos no es lunes.
El doctor lo miró, confundido.

—¿Perdón?

—Nada. Humor defensivo. Mala costumbre.

El silencio volvió a llenar la habitación. El doctor habló de tratamientos paliativos, de cuidados, de acompañamiento. William escuchaba, pero las palabras pasaban de largo, como autos en una autopista que ya no pensaba cruzar.

Cuando salió del hospital, ya era de noche. La ciudad seguía viva. La gente reía, discutía, caminaba rápido. Nadie sabía que William Clark acababa de recibir una sentencia de muerte invisible.

Eso fue lo que más le molestó.

Esa noche no durmió. No lloró. No gritó. Solo pensó.

Pensó en su departamento pequeño.

En su trabajo sin sentido.

En los pocos amigos que veía una vez al año.

En la posibilidad de morir solo, en silencio, esperando que alguien encontrara el cuerpo días después.

—No —dijo en voz alta—. Definitivamente no.
A la mañana siguiente, William se miró al espejo. Parecía el mismo de siempre: ojeras, barba mal afeitada, una sonrisa torcida que usaba para sobrevivir a todo. Excepto que ahora sabía algo que el espejo no podía mostrarle.

Estaba muriendo.

Y curiosamente, eso lo hizo sentirse… libre.

Salió a la calle con una claridad nueva en la cabeza. Si el tiempo era limitado, entonces no pensaba desperdiciarlo esperando el final. No iba a contar los días. No iba a encerrarse. No iba a ser el tipo triste al que todos miran con pena.

Quería vivir.

No mucho.

Pero intensamente.

Mientras caminaba, una idea comenzó a tomar forma. Al principio era absurda. Ridícula. Peligrosa. William sonrió al darse cuenta de eso.

—Es perfecta —susurró.

No sabía aún cómo lo haría.

No sabía a quién involucraría.

Solo sabía una cosa:
No iba a pasar sus últimos días siendo el mismo hombre insignificante que había sido hasta ahora.
Sin darse cuenta, alguien lo observaba desde el otro lado de la calle.

William siguió caminando, convencido de que había tenido la idea más loca de su vida.
Y no tenía idea de que, en realidad, acababa de firmar su sentencia…
o su renacimiento.




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