21 de enero de 2013
El prodigio de atestiguar nacimientos era una vivencia de alta relevancia, gemidos y sudor, solo le dolía que el recién nacido le sonriera para después eliminar la personificación y quedarse con la esencia, sobre todo si presenciaba emocionado el proceso del parto. Nev hubiese sido un papá apuesto y sobresaliente, aunque él y Liv eran tan inmaduros y distantes a ese proyecto de paternidad.
Con las palmas apoyadas al vidrio divisorio de la sección neonato, Liv bosquejaba un holograma ficticio de cómo sería tener un hijo o hija con Nev. Seguro heredaría la nariz elitista de él o los hoyuelos que enriquecían lo ladina de su sonrisa; y los ojos, uno celeste durante el día y profundo como el piélago por las noches, el otro azul con una salpicadura verde cerca de la pupila, un contraste embriagador cuando estos se dilataban delatando a su sistema límbico. Él no podía partir sin perpetuar esos genes poderosos, sin colaborar al espécimen con su capacidad matemática y su carácter fresco.
—¿Qué te gustaría? —preguntó rozando el dorso de su mano izquierda en la mejilla lívida de Liv—. ¿Niño o niña? —Persistía optimista, ojeando los caracteres más menospreciados de toda ella. Sus lunares, sus pecas y la jodida costumbre de cacharla masticándose las uñas.
Era demasiado ansiosa.
Y preciosa.
Liv infló los cachetes y aguantó la respiración hasta botar la cantidad equis de aire que estancaba en sus pulmones. Se engulló los pedazos restantes de su epopeya que de magnífica, gloriosa y estratosférica no ostentaba ni el título. Etiquetar su novela no era meritorio de un sí para un contrato de Hollywood. Detestaba saberse rodeada de cientos y abollada en uno. ¿Nev realmente poseía las virtudes para encarnar la efigie del amor? La logística estaba liada a él. Era el que creció viviendo en el portón adyacente al de los Thierry, era el ejemplo de los de su clase, era asistencias perfectas y ni qué se diga de su histórico académico. Era... él. El blondo que perdía jugando «tres en raya», el diplomático en un gentío de bravucones, el atleta menos atleta y su primer acercamiento con eso que los ingenuos predicaban como amar.
Nev era una cifra de un dígito, el uno. ¿A qué hacía alusión? A la entretenida, bochornosa, excitante, rara y memorable primera experiencia sexual. Aquella donde el contacto íntimo en las cuencas de los cuerpos, que escondidos de las luces naturales, se clavaban y anclaban a antojo, aquella que desbordó su cordura a un albor inimaginable en lo básico y que obviamente fue desastrosa... con los siguientes encuentros compensándose. Eran como vegetarianos en una carnicería, indiferentes a esa práctica grosera si fuese tratada sin el respeto y dedicación que ameritaba. Mas el coito moraba supletorio, porque habían logrado una integridad organizada, un conocimiento interminable de ellos en singular. Quizá aprendieron tanto el uno del otro que costaba distar cuando discernían. Liv era réplica de los juicios de Nev y él era la excelsa versión de ella. ¿Por qué? Ambos eran una fecha, un signo, un solo «yo».
—Niña —unisonaron.
Liv se retiró a la misma hora que también ayer marcó su reloj digital. Se había convertido en una costumbre inveterada que Nev ya no la persiguiera. Bien por él, porque sería desagradable pescarla con Oliver consolándole y monologando sobre la resignación, el perdón y el olvido; así como él se aleccionó sobre el extra, el tramposo, sobre Nev.
❇ 2011 ❇
Las dónuts de Donald eran las mejores en la ciudad de Perth, una variedad de mescolanzas estrafalarias las hacían populares entre la población menor a 20 años, y Liv era de ellos cuando en la esquina del local esperando por su orden a mediodía, como cada domingo, el mesero, de nombre Oliver, le derramó un licuado de mora sobre su camiseta melón. Pobre quinceañero, sus abultados mofletes vendían la humillación máxima al tornarse rojizos con él disculpándose en dos idiomas: pantomima e inglés.
—Descuida, una metida a la lavadora y sale —tranquilizó conectando su mirada con la de él. Casi idénticos en sus rasgos.
Verde.
—Traeré servilletas, al-algo —farfulló yéndose con las neuronas haciéndole cortos circuitos. «Es muy bonita», moduló.
Oliver la entrevió en la secundaria alguna vez, por eso debía operar sagaz si era un oportunista. Me armé de valor llevando las servilletas y le brindé mi chaqueta de mezclilla para que no se avergonzara de la mancha.
—Gracias, Nev.
El cosmos pausó su rotación y formación de galaxias para concentrarse en ellos, Nev conquistándola con su fijeza, encasquetándola a su vida.
—Puedo invitarte un jugo que no aterrice en tus prendas —convidó ladeando los labios con gallardía pintoresca.
—Yo...
—Aquí tienes... —El de melena lila, intruso o no, se autoexcluyó. Estorbaba, y era axiomático.
—¿Eres mi héroe o mi ángel? —sonsacó impedida de desviarse de él, y los causantes de ese ofuscamiento fueron el celeste grisáceo de esas aureolas y el rosado margen inferior ceñido por una argolla—. Invariablemente, siempre estás para mí, Nev.
—Tú eres el ángel, Liv.
Y Oliver, tan parte del público cualquiera, se enamoró y perdió.