31 de enero de 2013
Camuflando lánguidas sonrisas que no serían cobradas, uniendo listones rotos de sueños sin ulteriores frutos, oyó decir a Lizbeth, su madre: «No te preocupes». Pero la razón por la que seguía, Liv, no respondía a esos estímulos ya que con cada peldaño su agonía pesaba menos o... moría; siendo que los huesos eran los que rebasaban en esa prisión, ella henchía más que el resto e igualmente no le colmaba.
—Ángel Nev, tú la estás gastando. Ella no resistirá más migrañas —resonó, tal cual mañana a tarde, Iam.
—De hoy no pasa, lo... lo juro —resolló ausente.
El embajador célico se desvaneció en lo que congeló y todo se precipitaba con ímpetu sobre la superficie llana de la tierra, donde los cimientos del recinto se agrietaban, quizá tanto como Liv se resquebrajaba.
—Mamá, cuídate y cuídalos —murmuró a la mujer que daba manotazos al volante en un ataque de desesperación.
Cuando no planificó ser madre por segunda vez, y la noticia le sorprendió, mentalizó bregar con desenfrenos hormonales, cuestiones de la edad, y no por sobrellevar que él, su pequeñito, se alimentara mediante un tubo.
—Agradezco lo que hiciste por mí y mi deuda no podrá ser saldada. Es por eso que… te libero, renunciaré al apellido que me prestaste, fundiré nuestros momentos y mi retrato se esfumará de tu claridad. Tasaré tu abnegación, y los desvelos que causé serán la bonanza que forjarás después de mí.
—Nev... —lo nombró en contestación, pero solo fue un retortijón extraño.
—Mi amor por su hogar se traduce en mi inmortalidad.
Él prescindió del dolor a Lizbeth y fue como si la movilidad se agrandase. El aire acondicionado se mezcló con algún narcótico y sonreían entre el torrente que escapaba de ellos, despojándose de una congoja desconocida.
—Tu barbilla partida me la tatuaré en la frente —tanteó en última broma y se alejó.
Como si parpadeara a principios de la medianoche, la grama curiosamente brillaba; las palomas revoloteaban por migajas de pan; y su corazón, no más físico, latía en sus tímpanos con un palpitar desagraviado.
—Te estaba llorando —constriñó vadeando la postura de indio de él; Liv.
Mágicamente, ella rastreaba sus pisadas sin acecharlas, siquiera sin presentirlo a una proximidad propia de la unión de sus átomos.
—Me gusta como todo se cansa de llorar afuera y me gustan los días soleados porque son relativamente bonitos, pues... me gusta desde la contaminación hasta las obras de caridad. Y no porque sea una abominable desalmada, sino porque hay que extasiarnos con la substancia de «aquello» que descomponemos para librar lo impoluto de lo fangoso. Yo te clasifiqué conforme a tu aroma, a tu moldura, a tu composición, a tus particularidades… y atesoro en mí quién eres —explayó mesurándose para no quebrarse—. Nev, prefiero que te vayas, no combatas más si no hay retorno. Te estás lastimando, y mucho —resopló—. Eres... demasiado para mí. —Ahogó un desgarrador grito que rasguñaba su garganta—. Y te estoy haciendo infeliz.
¿Cómo pensaba semejante estupidez? Él quería zarandearla para revindicarla y que no declarara tan cruel falacia. Ella era su ancla a parajes acendrados, puros; donde ellos eran el impar superlativo que sopesaba en verdad.
—No veremos florecer cerezos, no visitaremos las pirámides de Egipto, no iremos a un concierto de Radiohead, no cumpliremos la agenda con el cronograma que está bajo mi colchón... —desmenuzó en una charla sin fondo clamando por que sus confesiones fuesen adoptadas, y ella, ella se expresaba en un diario oral para nadie y no con la intención de que Nev la atendiera con ese gesto de embrutecimiento.
—Tomando fotos me la pasé estas fiestas. Unas donde él bostezaba o se concentraba en entelequias con sus pestañas erizadas, unas donde practicaba deportes o rascaba su pancita después de devorar mis galletas —manifestó y Nev recapituló que ella platicaba sola—. Las he archivado porque punza la llaga, y todavía no quiero rotularlas si cuando sea que las repase lo veré y…
—En la cima de la montaña, ahí las guardaré, porque las alturas te desagradan, porque si me extinguiré y no habrá vestigio mío, me pondré en el recodo y seré el espectador que cargará los «nuestros» hasta afuera, hasta que ninguno se almacene en ti.
Un avión surcó las condensaciones de vapor en la porción de la esfera turquesa que los envolvía y se abstuvieron de interferir con más ruido, las aves lo hicieron por ellos.
Meditar era un pasatiempo en el que aprovechaban de reinventarse. Nev la proyectaba en un plano donde la ceguera era un defecto o quizá un don, donde lo que Liv generaba era como un zoológico o juegos pirotécnicos; donde eran más que mortales, donde eran sempiternos.
—Oliver se ha enamorado de mí, no estoy segura..., pero ¿y si me enamora? —evaluó—. Él es creativo, bullicioso, despreocupado, un cómplice que...
—Hazlo —irrumpió, e incluso con ser inaudible, Liv calló en un paréntesis involuntario—. No sería noble exigirte luto luego de ser yo el usurpador —zanjó con nudos agrupándose en su elocuencia—. Es lo que añoro para ti: felicidad —acotó acariciando la faz de ella, que irracional cerró los párpados y entreabrió los labios con la corazonada de que un «algo» positivo en el ambiente la aliviaría.