Boarding School for Princes (internado para príncipes)

CAPÍTULO 6: Entre la Ceniza y el Eco.

La mañana amaneció gris sobre Elysianek. No llovía, pero el cielo se sentía más denso, como si el aire mismo estuviera en pausa, cargado de pensamientos no dichos.
Blake llevaba rato sentado en el alféizar de su ventana, con el uniforme desordenado y el cabello aún húmedo. Tenía la mirada perdida en las nubes, buscando algo que no sabía nombrar. Lo que tenía en el pecho no era miedo. Era duda.
Desde la llegada de Nolan, algo se había agitado dentro de él. Era una sensación incómoda, como un eco inesperado: esa forma en la que su corazón parecía prestarle atención sin permiso, en cómo sus ojos lo buscaban entre las multitudes sin querer admitirlo. Pero cada vez que lo pensaba demasiado… aparecía otra sombra. Una más profunda.
Caleb.
Con él, no había fuego nuevo ni curiosidad. Solo una calma vieja, silenciosa, constante. Como un faro que siempre estuvo allí, y al que Blake nunca se atrevió a mirar de frente. Porque si lo hacía, sabía que lo entendería todo: que lo que había sentido por Caleb no era simple afecto. Era amor. Uno que había crecido sin pedir permiso, en medio de las risas compartidas, los entrenamientos bajo la lluvia, los silencios cómodos.
Y ahora, se encontraba atrapado entre el deseo de algo nuevo y la pérdida de algo que ni siquiera había terminado de vivir.
Con un suspiro seco, se levantó. No podía quedarse allí. Tenía que enfrentarlo todo… o al menos fingir que podía.
En el comedor, Caleb ya estaba sentado con su libro de siempre, como si todo siguiera en su sitio. Parecía tranquilo, pero había una tensión en sus hombros que Blake reconocía de lejos.
Se acercó, despacio, y se sentó junto a él.

—¿Vas a seguir ignorándome? —preguntó con su sonrisa intentando suavizar el ambiente.

Caleb cerró el libro con lentitud.

—¿Y por qué piensas que estoy ignorándote?

—No lo sé. Tal vez porque llevas días sin mirarme como antes.

—Curioso —respondió Caleb, sin una pizca de ironía—. Pensé que solo me notabas cuando lo hacía.

Blake no supo qué decir. La frase lo atravesó sin gritar. Solo dolió. Y mucho.

—Lo siento —murmuró.

—No me debes disculpas, Blake —respondió Caleb, con voz serena—. No hemos hecho ninguna promesa.

Esa respuesta, aunque justa, lo aplastó. Porque no era mentira. No se habían dicho nada. No oficialmente. Pero Blake sabía lo que había en la forma en que Caleb lo miraba, en cómo le buscaba la voz incluso cuando nadie más lo hacía. Y sabía, también, que él lo había sentido.
Y aún así… Nolan.
En la biblioteca restringida, Harrison caminaba entre estanterías polvorientas. Llevaba guantes negros y un cuaderno de cuero bajo el brazo. Sabía exactamente lo que buscaba: registros antiguos, reportes censurados, cualquier cosa que sustentara su idea de pureza.
La noche anterior había escrito tres nombres en un papel: Blake, Caleb, Theodora. Y aunque los había quemado, no los había olvidado.
Los consideraba grietas. Debilidades emocionales disfrazadas de virtud. Personas que podían, si no se vigilaban, deshacer el sistema desde dentro. Porque la bondad, cuando no se controla, se convierte en rebelión.
Entre los documentos, encontró uno sin firmar. Una carta vieja, escrita por un rector anterior: “El problema no es la desobediencia. El problema es cuando la desobediencia nace del afecto. Eso no se corrige. Se contagia.”
Harrison sonrió. Y guardó la carta en su cuaderno.
Durante la clase de Teoría Real, Blake no prestó atención. Su vista saltaba entre el profesor, las paredes, y una cabeza en particular: Nolan, sentado dos hileras al frente. En un momento, Nolan giró y lo miró. Un segundo apenas.
Pero fue suficiente.
Blake sintió esa oleada extraña, como si el mundo se tambaleara un poco.
Giró, instintivamente, hacia donde solía estar Caleb. Estaba allí… pero no lo miraba. Tenía la mirada fija en la ventana. Como si ya no esperara que Blake lo notara.
Esa herida, muda, dolía más que cualquier otra.
Por la noche, Blake salió solo al jardín de las estatuas. Necesitaba aire. Espacio para pensar. Caminó hasta el árbol de hielo, uno de sus lugares favoritos, y apoyó una mano en su tronco plateado.
“¿Qué me pasa…?”
Amaba a Caleb. Lo sabía. Lo había amado sin saberlo durante tanto tiempo. Pero ahora Nolan había llegado como una tormenta suave: no arrasaba, pero alteraba todo.
Y el problema no era elegir.
El problema era que no quería soltar a ninguno.

—¿Te has perdido? —dijo una voz a su espalda.

Blake se giró. Nolan. Otra vez.

—Solo… pensaba —respondió, algo apagado.

—¿En mí?

La pregunta fue directa. Blake lo miró, sin saber si sonreír o alejarse.

—Tal vez.

Nolan se acercó, dejando algo de distancia.

—Deberías tener cuidado con lo que piensas de mí —dijo, con un tono extraño—. No todo lo que parece reluciente es oro.

—¿Y qué eres tú entonces?

—No lo sé. Algo que no esperas —respondió Nolan—. Algo que ni siquiera tú sabes si quieres.

Blake iba a responder, pero Nolan ya había dado media vuelta. Se alejó sin más, dejando tras de sí una mezcla de misterio y una advertencia que Blake no sabía si tomar en serio o como una invitación.

En su torre, Harrison observaba la vela encendida.
Tenía en la mano otro papel. Uno nuevo. Lo dobló. Lo marcó con el nombre de un profesor aliado. Y esta vez, no lo quemó del todo.
Solo dejó que ardiera hasta la mitad.
Lo suficiente como para que quedara claro: alguien había sido marcado.
Y la caza apenas comenzaba.




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