Boarding School for Princes (internado para príncipes)

CAPÍTULO 7. Jardines sin Príncipes.

El sol descendía perezoso sobre Elysianek, cubriendo los patios de entrenamiento y los caminos de piedra con una luz suave y anaranjada. Era uno de esos días donde todo parecía latir más despacio, como si el internado respirara junto a las estudiantes que lo recorrían.

Lejos del bullicio de los pabellones reales, Theodora caminaba junto a Eleanor y un pequeño grupo de chicas que solían acompañarlas en las tardes libres. No eran tan cercanas como lo eran entre ellas, pero servían para distraerse, para no parecer demasiado obvias. En Elysianek, hasta el silencio podía levantar sospechas.

—Vamos, vamos —decía Clemira, una princesa del reino de Orelien, de cabello crespo—. ¡No me digan que nadie se atreve a correr hasta la fuente con los ojos vendados!

—¿Por qué deberíamos hacer eso? —preguntó Minxa, hija de una noble sin título, que siempre llevaba un lazo atado a una coleta—. ¿Porque tú quieres que alguien se tropiece contigo de nuevo?

—¡No fue mi culpa que Theodora no me viera la última vez!

—Tú me empujaste al arbusto, Clemira —respondió Theodora con una risa contenida—. Y lo sabes.

Todas estallaron en risas. Incluso Eleanor, que normalmente no se permitía hacerlo tan fácilmente. Pero ese día, parecía diferente. Estaba relajada, más presente. Sus manos se rozaban accidentalmente con las de Theodora de vez en cuando, como si el contacto fuera inevitable.

—Yo voto por saltar el seto pequeño cerca del campo de arquería —dijo Anya, otra noble menor, con acento del norte.

—No necesitamos rompernos un tobillo hoy —replicó Minxa—. Aún tengo que pasar la prueba de lenguaje diplomático.

—¿Y tú, Eleanor? —preguntó Clemira de repente—. ¿Qué juego prefieres?

Eleanor dudó.

—Prefiero observar.

—¡Siempre tan misteriosa! —rió Anya—. Un día vas a desaparecer entre los árboles y nos harás creer que eres un espíritu.

Theodora miró a Eleanor de reojo. No había dicho mucho, pero bastaba con verla para saber que estaba feliz. O al menos, tranquila. Y eso le bastaba.

Después del juego improvisado (una extraña competencia de equilibrio sobre las piedras del estanque que terminó con Minxa empapada y Clemira huyendo), las chicas decidieron sentarse bajo una glorieta decorada con hiedra y lirios colgantes. El atardecer se filtraba entre las ramas, y todo se teñía de un color cobre que parecía sacado de un sueño.

Eleanor se había apartado un poco del grupo, fingiendo buscar algo en su bolso. Theodora la siguió discretamente, caminando tras ella con la excusa de ir por agua.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Eleanor habló sin mirarla.

—¿Tú también a veces deseas que este lugar no existiera?

Theodora parpadeó.

—¿Elysianek?

Eleanor asintió.

Theodora sintió la garganta apretarse. Miró de reojo a las otras chicas, que reían a carcajadas sin sospechar nada. Luego volvió a mirar a Eleanor.

—A veces sí —respondió—. A veces lo odio con todo.

Eleanor giró hacia ella, y por un segundo sus rostros estuvieron demasiado cerca. Tan cerca que Theodora pudo contar las pecas que cruzaban el puente de su nariz. Pero ninguna de las dos se movió.

Ni un centímetro.

—Me alegra no ser la única —murmuró Eleanor.

—Nunca lo fuiste.

Más tarde, ya de regreso en sus dormitorios, Theodora se recostó en su cama sin cambiarse aún. Miraba el techo como si pudiera arrancarle respuestas. A lo lejos, podía oír risas en otros pasillos, puertas cerrarse, zapatos golpear el mármol.

Pero dentro de ella, todo estaba en calma.

Porque sabía que se estaba acercando demasiado a Eleanor. No con palabras. No con gestos.

Con todo lo que no se decía.

Y eso, en Elysianek, era más arriesgado que cualquier confesión abierta.

En otro ala del edificio, los príncipes tenían su propio ruido: golpes de entrenamiento, discusiones sobre política...

Los mundos estaban divididos. Lo sabían todos. Príncipes y princesas. Nobles y no nobles.

Las fronteras más difíciles no eran las que dividían reinos.

Eran las que uno construía dentro de sí mismo.




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